El tren nos va dejando mucha historia, a pesar de que es un medio de transporte relativamente joven. No tiene dos siglos de existencia, y ya ha sido protagonista de magníficas novelas y hasta de buenas películas. Recuerden -por poner dos ejemplos- “Asesinato en el Oriente Expres” de Agatha Christie o “Extraños en un tren” del gran maestro Alfred Hitchcock.
Viajar, hoy, en tren es cómodo y rápido. Lo que ya Renfe no le garantiza a usted es conversación ni compañía. Antes, enseguida encontrabas alguien con quien hablar de todo un poco. Ahora, esto es más difícil. No está asegurado.
Si usted viaja en tren, se dará cuenta enseguida de que la gente anda muy entretenida en sus cosas. A la izquierda de su asiento, puede ver a una señora embebida en el teléfono móvil. Habla sin parar, muy alto. Gesticula como si al otro lado del teléfono alguien estuviera sordo. A su derecha, tiene usted a un joven distraído con un pequeño “computer”. En los asientos, delante del suyo, dos chicos manosean su “play station”. Y en los de atrás duermen (y hasta roncan), como benditos, dos turistas extranjeros...
Total, que viaja usted solo. Y, claro, así no se puede hablar con nadie. Por tanto no le queda a usted otra que abrir el periódico. O sacar el libro de la mochila. A no ser que prefiera hacer lo que todo el mundo hace y saque también su propia maquinita. Porque no va a hablar usted con el interventor que no está precisamente para conversaciones.
¿No será el tren un trasunto de la vida misma? Se vive deprisa, corriendo y cada uno está en lo suyo. Se dialogo lo justo. Se habla de cosas intranscendentes: “¿Desciende usted en la próxima estación? ¿Prefiere agua o vino? ¿Cómo le pongo el sandwich? ¿Vegetal o de jamón? ¿Con tarjeta o en efectivo?”
Nadie se interroga, en profundidad, por el “otro tren”, el tren de la vida. Viajamos dormidos, distraídos, preferimos no pensar. ¿Se siguen haciendo todavía las famosas preguntas por el “sentido de la vida”? ... “¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Para qué estoy aquí? ¿Quién me ha llamado a hacer este viaje, el viaje corto de la azarosa vida?”. La mayoría prefiere hacerse otras preguntas de no tanto calado.
Tiempos estos de individualismos. De borregos, llevados al matadero. Cada uno vive enchufado a su propia “play station”, sin mirar a ninguna parte ¿Con quién compartir este viaje que no tiene retorno: el “viaje de la vida”?
Decía aquel viajero e inquieto buscador que fue Hermann Hesse, Nóbel de Literatura en 1946 (lean su libro autobiográfico, Peter Camenzind) que no hay trabajo más importante y difícil que el de morir. Todos hemos de realizar este trabajo, pero preferimos estar embebidos en otros trabajos y olvidarnos el más importante de todos.
Me van a decir ustedes que es de mal gusto hablar de la muerte, al comenzar un nuevo año. Tal vez. Pero no pretendo hablarles de la muerte, sino del “tren de la vida”. Somos viajeros. Importa mucho saber quién nos ha puesto aquí y para qué. Sólo esto quería decirles. ¿Es mucho? Perdonen, entonces, la tabarra del tren. Pero a mí me parece que la vida se parece mucho a un viaje. En los trenes estamos de paso. Y en la vida, también. Si ustedes prefieren la imagen del río, utilícenla. A Jorge Manrique le servía: “Nuestras vidas son los ríos...”. Heráclito decía que no “se baja dos veces por el mismo río”. La vida se vive solo una vez. Saquen ustedes las consecuencias, según su propia fe. Cristo nos dice que la vida es un inapreciable regalo recibido, y que hemos de dar cuenta de ella ante Dios... Importa, pues, cuidar la vida, darle un sentido y saber qué queremos hacer con ella. Desconectemos esos cables que no nos permiten pensar, ni compartir, ni mirar los ojos alegres (o tristes) de aquellos que Dios ha puesto a nuestro lado.
El tren de la vida es genial, único y... ¡breve! Carguémosle no de cosas, sino de mucho amor y sentido.
Eduardo de la Hera
No hay comentarios:
Publicar un comentario