Puestos a celebrar aniversarios, les recuerdo que en enero se cumplirán 14 años de aquel triste episodio de las “vacas locas”. Ustedes lo recuerdan, ¿verdad? Pues ellas, no; ellas prefieren no recordar. Por lo demás, supongo que nadie querrá recordar nada de aquello. ¿Aprendimos algo?
Lo de “vacas locas” es una ordinariez. Los técnicos del lenguaje lo diagnosticaron así: “encefalopatía espongiforme bovina”. ¿A que suena bien?
A los ganaderos les enseñaron a decir “encefalopatía”. Así todos éramos más cultos. Cambiamos el lenguaje, pero no las formas ni el estilo de vida. Nos lo ha dicho el Papa Francisco en una oportuna encíclica, cuando habla del “clima como bien común”. Por cierto, en esto también maquillamos el lenguaje. Hablamos ya de “ciclogénesis explosivas” que son los huracanes y borrascas de siempre... ¡Hay que ver lo que progresamos con las palabras!
Pero volviendo a lo de las “vacas locas”, se sacrificaron, entonces -¿recuerdan?- indefensos animales por culpa de la ambición desmedida de algunos humanos. Supimos, entonces, que, unos años antes (en 1998), allá en el Reino Unido, se habían incinerado por la misma razón más de 20.000 vacas.
¿De quién era la culpa? Todos se miraban con cara inocente. Para, luego, bajar los ojos avergonzados.
¿La culpa? Las culpas, hoy, se diluyen. Se reparten entre todos, ¡y aquí no ha pasado nada!
Cuando hombres y mujeres no saben a quién echarle la culpa de algo que les avergüenza, se buscan coartadas miserables. Y hasta ridículas. Todo, con tal de no asumir responsabilidades.
¿Recuerdan el bello relato bíblico del Paraíso? Dios pregunta al hombre por el desaguisado aquel, y el hombre culpa a la mujer. La mujer, a su vez, dice que ha sido la serpiente. Y la serpiente no se disculpó, porque la inductora, naturalmente, había sido ella. Al final, Dios les maldice a todos, porque todos compartían alguna responsabilidad. Sabio relato de anticipación. Universal relato sobre el pecado original, que no es “un cuento chino”. El mal que hacemos y compartimos pertenece a nuestra solidaria condición humana y pecadora. Pero, al final, pagan las vacas. Como son “animales irracionales”, y no se pueden defender...
Pero noten lo que ocurrió en el Paraíso: unos se revuelven contra otros. Allí nadie era culpable. ¿Quién pagó aquí el error de las “vacas locas”? Sobre todo, ellas. La ambición humana siempre se sale por la tangente. En el caso de las “vacas locas”, nadie era responsable de nada. Eran cosas que ocurrían en los establos, pero que nadie perpetraba a sabiendas.
Hoy, es mejor que, si ustedes aman la naturaleza de Dios, no se asomen a determinadas granjas, donde viven (es un decir) animales para el consumo: pollos, conejos, aves y rumiantes diversos, todos hacinados sin conocer la luz del sol en su corta y desdichada vida. Solo engordan para el día de la matanza. No hace falta ser un lince ni pasarse de ecologista, para escuchar los lamentos de estos indefensos animales.
Y vuelven -como en el inolvidable cuento de Leopoldo Alas “Clarín”- a resonar los “ayes” infantiles de Pinín y Rosa allá en el “prao” asturiano del Somonte, cuando los grandes y prepotentes llevaban al matadero a la vaca amiga de los niños. Lean, lean ustedes este cuento, y llorarán con él. Se titula “¡Adios, Cordera!”.
Eduardo de la Hera
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