«Que los ojos misericordiosos de la Santa Madre de Dios estén siempre vueltos hacia nosotros. Ella es la primera en abrir camino y nos acompaña cuando damos testimonio del amor. La Madre de Misericordia acoge a todos bajo la protección de su manto, tal y como el arte la ha representado a menudo. Confiemos en su ayuda materna y sigamos su constante indicación de volver los ojos a Jesús, rostro radiante de la misericordia de Dios».
Así se lee en el último párrafo de la Carta Apostólica Misericordia et Misera, que el Santo Padre Francisco firmó el domingo 20 de noviembre, Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, en la conclusión del Año Santo Extraordinario de la Misericordia.
Se trata de un documento que se articula a lo largo de veintidós puntos, en el que, ante todo, el Papa desea «misericordia y paz» a todos los que lo leerán. Como su nombre lo indica, Misericordia et misera, son las dos palabras con las que San Agustín comenta el encuentro entre Jesús y la adúltera, es decir, la miserable y la misericordia; del que se desprende la enorme piedad y justicia divina y cuya enseñanza ilumina -tal como escribe el Pontífice- la conclusión de este Jubileo de la Misericordia, a la vez que indica el camino que estamos llamados a recorrer.
El Papa Francisco vuelve a recordarnos que «nada de cuanto un pecador arrepentido coloca delante de la misericordia de Dios queda sin el abrazo de su perdón». Por lo que ninguno de nosotros puede poner condiciones a la misericordia que siempre es un acto de gratuidad del Padre celestial, un amor incondicionado e inmerecido; una acción concreta del amor que, perdonando, transforma y cambia la vida.
En una cultura frecuentemente dominada por la técnica, el Santo Padre recuerda que se multiplican las formas de tristeza y soledad en las que caen las personas, entre las cuales muchos jóvenes, puesto que el futuro parece estar en manos de la incertidumbre que impide tener estabilidad. Por esta razón escribe que «se necesitan testigos de la esperanza y de la verdadera alegría para deshacer las quimeras que prometen una felicidad fácil con paraísos artificiales».
Del Año intenso que acaba de celebrarse el Papa escribe que la gracia de la misericordia se nos ha dado en abundancia. Y que como un viento impetuoso y saludable, la bondad y la misericordia se han esparcido por el mundo entero. De ahí que se sienta la necesidad de dar gracias al Señor, porque en este Año Santo la Iglesia ha sabido ponerse a la escucha y ha experimentado con gran intensidad la presencia y cercanía del Padre, que mediante la obra del Espíritu Santo le ha hecho más evidente el don y el mandato de Jesús sobre el perdón.
Una vez concluido este Jubileo, es tiempo de mirar hacia adelante y de comprender cómo seguir viviendo con fidelidad, alegría y entusiasmo, la riqueza de la misericordia divina -manifiesta asimismo el Pontífice-. Y pide que no limitemos su acción; no hagamos entristecer al Espíritu, que siempre indica nuevos senderos para recorrer y llevar a todos el Evangelio que salva.
En cuanto a la cultura del individualismo exasperado, sobre todo en Occidente, Francisco escribe que «hace que se pierda el sentido de la solidaridad y la responsabilidad hacia los demás». Con todo -añade hacia el final de esta Carta Apostólica- «las obras de misericordia corporales y espirituales constituyen hasta nuestros días una prueba de la incidencia importante y positiva de la misericordia como valor social», que nos impulsa a «ponernos manos a la obra para restituir la dignidad a millones de personas que son nuestros hermanos y hermanas», llamados a construir con nosotros una «ciudad fiable».
«Esforcémonos entonces -afirma el Papa- en concretar la caridad y, al mismo tiempo, en iluminar con inteligencia la práctica de las obras de misericordia, cuyo carácter social “obliga a no quedarse inmóviles y a desterrar la indiferencia y la hipocresía, de modo que los planes y proyectos no queden sólo en letra muerta».
Francisco concluye explicando que a la luz del «Jubileo de las personas socialmente excluidas», mientras en todas las catedrales y santuarios del mundo se cerraban las Puertas de la Misericordia, intuyó que, como otro signo concreto de este Año Santo extraordinario, se debe celebrar en toda la Iglesia, en el XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, la «Jornada mundial de los pobres», que constituirá la preparación más adecuada para vivir la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, que se ha identificado con los pequeños y los pobres, y nos juzgará a partir, precisamente, de las obras de misericordia.
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