La cultura de la misericordia, o de la ternura, tienen que llevar al encuentro con los demás necesariamente. El Papa Francisco no deja de insistir en que es necesario el redescubrimiento del otro y de los otros, que no son competidores, ni enemigos, sino esencialmente hermanos. La misericordia nos insta a acercarnos al hermano en la integridad de su ser y existir, cuerpo y espíritu, toda su vida. Pero todo esto debe traducirse en obras de participación y colaboración. Por eso los cristianos hablamos de las obras de misericordia, corporales y espirituales. Son siete las corporales y otras siete las espirituales, pero no porque sean sólo esas y nada más que esas; el siete es un número simbólico que apunta a la perfección. En su expresión simple apuntan a la fantasía y creatividad, a iniciativas nuevas, porque son nuevas las circunstancias y situaciones de miseria y no dignas del ser humano que hasta ahora eran inéditas, como por ejemplo la necesidad de atender a una ecología integral que tenga presente y atienda a los hombres y mujeres presentes, pero también a las generaciones futuras, a las tierras, las aguas, el aire, la creación entera. Otro ejemplo nos lo ofrece San Benito que añade, ya en su tiempo, otra: “no desesperar nunca de la misericordia divina”.
La distinción entre corporales y espirituales no es una división ocurrente. Walter Kasper ve en ellas la distinción de cuatro clases de pobreza que afectan a los humanos. «La más sencilla de entender es la pobreza física o económica: no tener un techo sobre la cabeza, ni nada en la cazuela con lo que saciar el hambre y la sed, carecer también de ropa y de cobijo para protegernos de las inclemencias del tiempo. Hoy habría que incluir aquí el paro. A ello se añaden las enfermedades o discapacidades graves no susceptibles de tratamiento y asistencia médicos adecuados.
No menos importante que la pobreza física es la pobreza cultural: en el caso extremo comporta el analfabetismo; en casos no tan extremos, pero igualmente drásticos, la ausencia o escasez de oportunidades de formación y, por ende, carencia de oportunidades de futuro y exclusión de la vida social y cultural. Como tercera forma de pobreza hay que mencionar la pobreza relacional. Esta considera a la persona como ser social: soledad y retraimiento; muerte del cónyuge; fallecimiento de familiares y amigos; dificultades de comunicación; exclusión de la comunicación social, bien por culpa propia, bien por imposición externa; discriminación y marginación hasta el aislamiento por encarcelación o destierro. Por último, también existe la pobreza espiritual o anímica, que en las soledades occidentales representa un grave problema: desorientación; vacío interior; desconsuelo y desesperanza; desesperación en lo relativo al sentido de la propia existencia; confusión moral, hasta llegar al abandono del alma» (La misericordia. Clave del evangelio y de la vida cristiana. Sal Terrae. Santander, 1014.141-142).
A estas pobrezas añadiría la pobreza de la lejanía o el desconocimiento de Dios que es amor. El secreto último del hombre, de su ser y actuar, de su pasado, presente y futuro, de su misterio, porque somos un misterio para nosotros mismos y para los demás, sólo de desvela en Dios. Y si precisamos más, lo vemos en Cristo. «Este es el gran misterio del hombre que la revelación cristiana esclarece para los creyentes. Así pues, por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera de su Evangelio nos abruma: Cristo resucitó, destruyendo la muerte con su muerte, y nos do la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el espíritu:¡Abba! ¡Padre!» (Concilio Vaticano II, GS, 22).
Sin duda alguna tenemos que preocuparnos por la dimensión física del hombre, la material, pero no podemos olvidarnos de las otras pobrezas. El hombre, la persona es una y su dignidad pide que atendamos a la persona entera. Todas las pobrezas están unidas, son interdependientes, están en conexión íntima y profunda. No podemos quedarnos en dar pan al hambriento, hay que enseñarle a sembrar, a confiar en sí mismo, a abrirse y encontrarse a los demás y compartir, a hacer lo posible para que la tierra de frutos para todos, y reconocer la presencia cercana y amorosa de Dios, fuente de vida, que nos ha creado y nos crea, nos ha redimido y nos redime, y nos ha salvado y salva en Cristo. El hombre no debe olvidarse de Dios como Él no se olvida del hombre; no quita nada, sino que nos lo da todo. Hasta nos eleva a la condición de hijos y herederos, hermanaos y coherederos en y con Cristo. Él hace posible la vida, la alegría, el amor y la esperanza.
+Manuel Herrero, OSA
Obispo de Palencia
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