«La buena conciencia es la mejor almohada para dormir», decía Sócrates. Y así ocurre con quien la hace caso. Pero hay quien prefiere dormir sin almohada... y dejar a otros sin manta. No debe ser nuestro caso. A pesar de que nos acostumbremos, de que tantas malas noticias nos dejen los pies fríos, los cristianos portamos una voz, una llama. No podemos apagarla nunca... ni siquiera en verano:
- Comienza la Populorum progressio, encíclica que Pablo VI escribió en 1967: «El desarrollo de los pueblos, y muy especialmente el de aquellos que se esfuerzan por escapar del hambre, de la miseria, de las enfermedades endémicas, de la ignorancia (...) es observado por la Iglesia con atención». Es decir, que todos los bautizados, ¡todos!, observamos con preocupación lo que sucede a nuestro lado. Y no sólo eso, sino que nuestra escucha se muestra activa, dinámica, profunda... Una escucha así ya resulta transformadora. Por supuesto, no basta con estar enterado por la prensa, la radio, internet... de todo lo que pasa (que también); eso se puede convertir en una infecunda compilación de datos. Más bien se trata de apagar el botón de automático y observar: hay vecinos, compañeros, niños que lo están pasando mal, francamente mal. Antes teníamos la excusa del Estado (“las instituciones responderán por él”); ahora que la solidaridad institucional se descabeza, nos toca regresar a la de siempre, a la que practicaban nuestros abuelos.
- «(...) una renovada toma de conciencia de las exigencias del mensaje evangélico», continúa la encíclica, «obliga a la Iglesia a ponerse al servicio de los hombres (...) y convencerles de la urgencia de una acción solidaria en este cambio decisivo de la historia de la humanidad». Sorprende la palabra “obliga”... ¿Quién nos obliga?, ¿la jerarquía, los obispos? No, sino el mensaje de Cristo: «todo aquello que hicisteis con uno de estos... conmigo lo hacéis». La asistencia a misa los domingos se completa con esa eucaristía diaria, cuando en nombre de Jesús actualizamos con nuestros cuerpos el Pan que se nos ha entregado. No hay que irse muy lejos, las personas que nos rodean cada día. Comulgar supone compartir «los mismos sentimientos que Él», «revestirse de Cristo» (como diría san Pablo). Y más que eso, iluminar con nuestra conducta la historia de la humanidad, tan perdida que sólo distingue un color, el del dinero.
- Claro que, si “somos luz”, hemos de asumir que la luz a veces molesta, deslumbra, descubre... empezando por nuestra vida. Si permitimos que el Evangelio nos escueza, descoloque nuestros esquemas y nos interpele, nuestros ojos se acabarán acostumbrando a lo correcto y, por el dolor que padecen muchos, alzaremos nuestra voz... le pese a quien le pese. Así de contundente se expresa la Populorum progressio: «A eso se añade el escándalo de las irritantes disparidades no sólo en el goce de los bienes, sino, aún más, en el ejercicio del poder. Mientras en algunas regiones una oligarquía goza con una refinada civilización, el resto de la población, pobre y dispersa, se halla casi privada de toda iniciativa y de toda responsabilidad propias, por vivir frecuentemente en condiciones de vida y de trabajo indignas de la persona humana».
Resumiendo, para “ser luz del mundo” hay que ayudar, denunciar, dar sentido a nuestra eucaristía... Nos conformamos con que ciertos sectores o personas de Iglesia se comprometan: Cáritas, Manos Unidas, los misioneros... Pero la conciencia cristiana, aunque colectiva, también es individual, y a menudo pecamos de omisión. “Vosotros sois la luz del mundo... si la luz se oculta, ¿para qué sirve?” Pensemos en nuestras cualidades, en qué lugares podemos brillar, con qué personas... basta un pequeño “sí” para empezar. Y luego imaginemos un mundo diferente, una humanidad construida de hechos. Hechos de sueños distintos, nacidos al calor... de nuestra mejor almohada.
Asier Aparicio
Pastoral Social
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