No nos hagamos raros y ñoños. No hagamos las cosas sin sentido porque tocan. El Miércoles de Ceniza iniciamos la cuaresma todos los católicos del mundo, pero no lo hacemos para que un año más pase de puntillas por nuestro corazón.
Allá por el año 384 fue cuando la Cuaresma tomó el sentido penitencial que ahora tiene para todos los cristianos y desde el siglo XI, la iglesia de Roma, comenzó el rito de imponer la ceniza a todos aquellos, que de una manera pública, querían decir que comenzaban en serio un tiempo de conversión en sus vidas.
La misma ceniza es el signo del cambio que se debe producir en nosotros. Son el resultado de quemar las pequeñas ramas [palmas, romero, laurel...] que utilizamos el Domingo de Ramos del año anterior. Así recordamos que lo que fue un signo de gloria queda reducido a la nada. La cruz que nos marca el sacerdote en la frente es la primera señal de nuestro compromiso de conversión: ponemos la mirada en Dios y no en los bienes perecederos o en las glorias personales, que se esfuman como las pompas de jabón.
Del latín derivan las palabras cuaresma [quadragesima, cuarenta] y también carnaval [carnis levare, quitar la carne]. Como comenzaba el tiempo de penitencia y ayunos, los días anteriores al miércoles de ceniza, las familias debían de comer todos los alimentos perecederos, entre ellos la carne, lo que suponía una fiesta cuando había tanta escasez.
No seamos cenizos, muchas veces damos vueltas a la cabeza, pensando que ya es hora de cambiar, de convertirnos de una vez en verdaderos discípulos de Cristo e hijos de la Iglesia. Comenzar en serio un tiempo de conversión en nuestras vidas, ¡es una renovación! Poner nombre y verbalizar nuestros pecados en el sacramento del perdón, ¡es una valentía! Reconciliarnos de nuevo con Dios, y por lo tanto con nuestros hermanos y la creación entera, ¡es una gracia! Cuarenta días son suficientes si se quiere.
EZCA
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