viernes, 8 de marzo de 2013

Su última lección

Benedicto XVI entra en el túnel del silencio. Es tiempo de oración y de recogimiento. El Papa profesor imparte su última lección. Ha dicho: “No temáis, no habrá dos Papas; me retiraré del mundo”. El Papa Benedicto se ocultará tras la cúpula de san Pedro como el sol del “tramonto” en las largas tardes del verano romano. El Papa Ratzinger se esconderá en una modesta casa de retiro dentro de los muros leoninos del Vaticano. Es tiempo de silencio y de plegaria. Tiempo de recogimiento.

Tomás Moro decía que a él le hubiera gustado gobernar Inglaterra con leyes justas, pero también con la oración. Buena lección para los que se aferran al poder. No estaría mal que los políticos hablaran un poco más con Dios y menos con el dinero del cajón, ¿no les parece?

Pero el Papa no se ha “bajado de la cruz” -como algunos precipitados han dicho. Él sigue llevando la suya, como todos en este mundo. No ha huido del sacrificio. Y no ha podido evitar la dura responsabilidad de seguir siendo hombre. Un hombre a quien le pesan las piernas por culpa de la artrosis, como a muchos ciudadanos. Un hombre que tiene el corazón débil y necesita un marcapasos, como no pocos hijos de esta tierra. Entonces, ¿no tiene derecho a descansar?

Pero el Obispo dimisionario de Roma (o sea, el Papa Benedicto) le ha recordado a la Iglesia que hay que saber abandonar la silla del poder, cuando pesan los años y avanzan las sombras que amenazan con oscurecer la mente. Los años no perdonan. Si uno empieza a experimentar en su cuerpo o en su espíritu la mordedura de la edad, lo mejor que puede hacer es marcharse y dejar el sitio para otro. En el mundo nadie es imprescindible. En la Iglesia, tampoco. Imprescindibles en la barca de Pedro sólo son Jesucristo y su Santo Espíritu (lo ha dicho con este gesto el Papa Benedicto). Los demás hacen (hacemos) lo que pueden (o podemos). Y llegamos hasta un límite, porque limitados somos y de barro nos hizo Dios.

Pero, además de una lección de humildad, Ratzinger nos ha recordado que el único lugar al que merece la pena huir, en tiempos de mucho ruido (y tal vez pocas nueces), es al desierto. “El desierto es bello” -decía Saint de Exupery en El Principito. Un desierto puede esconder un oasis en cualquier lugar. Pero, sobre todo, en el desierto se saborea el silencio. Al desierto de la plegaria huían los monjes (y las monjas) en tiempos duros para la Iglesia. En el desierto se perdía Jesucristo de vez en cuando. En el desierto se forjan los profetas. Y hay encrucijadas en la vida, momentos decisivos, en los que uno necesita desiertos interiores.

Nótese que Ratzinger no se marcha de “week end” a su Baviera natal, donde por cierto le esperaría una casa confortable. Se va a un convento de clausura. Quiere rezar, estudiar, descansar. ¿Es mucho pedir?

La soledad buscada es fecunda. La soledad impuesta (a la que por cierto son llevados tantos ancianos, hoy) es mala, porque nos hace daño. Ratzinger nos dice en esta su última lección que merece la pena apostar por la soledad y el silencio buscados, sobre todo cuando el ruido nos persigue, la algarabía nos aturde y otros amenazan con robarnos lo único que nos queda como humanos: nuestra libertad. O sea, poder el decir “sí” o “no” a las propuestas que otros nos hacen. Hay tres cosas por las que se define todo hombre que quiera serlo de verdad: inteligencia, conciencia y libertad. Benedicto XVI tiene mucho de las tres.

¡Adiós, Papa Benedicto, y gracias por tu última lección!

Eduardo de la Hera

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