sábado, 16 de marzo de 2013

El Papa Francisco, sucesor de San Pedro

La misión de San Pedro en la Iglesia de Cristo. Con el nombre de “Papa”, desde el siglo IV, se suele designar al obispo de Roma, vicario de Cristo, sucesor de San Pedro, cabeza visible de la Iglesia. Según la doctrina católica, esta misión tiene su fundamento en la elección de Pedro por parte de Jesús como el primero de los doce Apóstoles. En el Nuevo Testamento se le nombra siempre antes que a los demás y el día de Pentecostés se hace portavoz de todos ellos (Hch 2, 14). Él es también el primer testigo autorizado de la resurrección del Señor. Son varios los textos de los evangelios en los que se habla de la primacía de Pedro en la Iglesia.
En la región de Cesarea de Filipo, Pedro confiesa a Jesús como Mesías y como el Hijo del Dios vivo. Jesús le respondió: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16, 17-19). En la Biblia aparece frecuentemente el cambio de nombre a la persona que Dios quiere confiar una misión particular. Jesús cambia el nombre a Simón por el de “Kefas” (en griego Petros), que quiere decir roca o piedra, indicando con esta imagen que él va a ser el cimiento de la casa del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia. A esa Iglesia, construida sobre la fe de Pedro, se le promete una asistencia especial, de forma que los poderes del mal no podrán destruirla.


La misión especial que Pedro va a tener en la Iglesia de Cristo es descrita con la imagen de las llaves y la expresión semítica “atar y desatar”. Jesús, con la imagen de las llaves, indica la autoridad que en adelante va a tener Simón-Pedro sobre la nueva comunidad del Mesías. A él le corresponderá abrir o cerrar el acceso al reino de los cielos, que comienza ya en la Iglesia. La expresión “atar” y “desatar” son dos términos sacados del lenguaje jurídico de los rabinos, que se refieren a las decisiones doctrinales. Pedro, pues, transmitirá autorizadamente las enseñanzas del Maestro, garantizándole Jesús que sus decisiones serán ratificadas por Dios desde los cielos.
A pesar de que Pedro negará a Jesús tres veces antes de la Pasión, el Señor ratificó a Pedro esta misión de confirmar en la fe a sus discípulos: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 31-32).
Finalmente, en el evangelio de San Juan se nos narra el momento en el que el Señor resucitado confirmó a Simón Pedro la autoridad sobre su Iglesia, que le anunció en Cesarea de Filipo, al preguntarle por tres veces: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Él le contestó: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dice: apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» (Jn 21, 15-17). A la triple confesión del amor de Pedro, se corresponde el triple encargo del Señor de gobernar su rebaño aquí en la tierra.

La continuidad en la Iglesia de la misión de San Pedro. San Pedro murió crucificado en Roma durante la persecución de Nerón. Los restos de su sepulcro se han conservado hasta nuestros días en la colina Vaticana. Conocemos también los nombres de sus sucesores en la sede de Roma. Ya desde el principio, la autoridad de los obispos de Roma es reconocida en la Iglesia universal: Clemente, tercer sucesor de San Pedro, se dirige con determinación a la Iglesia de Corinto. Esta intervención certifica una responsabilidad especial de la Iglesia romana. A comienzos del siglo II, San Ignacio de Antioquía denomina a la Iglesia de Roma la que «preside en la caridad» y la que «ha enseñado a las otras». A finales del mismo siglo, San Ireneo de Lyon destacará el papel de Roma entre todas las demás Iglesias del orbe católico afirmando que «con esta Iglesia, en virtud de su más excelso origen, debe necesariamente concordar toda la Iglesia, es decir, los fieles de todas partes». Toda la Iglesia debe, pues, estar en comunión con ella.
El concilio Vaticano II ha restaurado el principio de la colegialidad episcopal y ha abierto el camino a una eclesiología de comunión. La Iglesia ya no se ve como una gran pirámide centralizada, sino como un conjunto de Iglesias locales, regidas por los obispos, que conviven en una comunión de fe, de sacramentos y de caridad, bajo la presidencia del sucesor de Pedro: «Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un único Colegio apostólico, por análogas razones están unidos entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los Apóstoles». El PAPA FRANCISCO es, pues, desde ahora, el nuevo «principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles» (LG 22-23).

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