Esta vez no me mandas un mensaje rápido por WhatsApp, sino que me escribes una carta muy pensada y sentida. Te doy las gracias porque con tu misiva he recuperado el correo normal, el de toda la vida. Fíjate, la has enviado hasta con remite, sello y firma. Te agradezco, sobre todo, que me hagas confidente de sentimientos, dudas y oscuridades, aunque me gustaría que me hubieres comunicado otro tipo de noticias: que ibas a ser padre, que te había tocado la lotería, cosas así...
En cambio, me dices algo que me deja helado. Te han encontrado en el cuerpo lo que tú no buscabas, ya que pensabas que eso que te han detectado estaba lejos de ti. Te han diagnosticado una enfermedad que, según tú mismo dices, no tiene remedio. Te han tasado el tiempo. Así que en este momento navegas entre la ofuscación y el desconcierto. Me dices que no sabes en qué armario colocar y ordenar tu dolor. “Cada alma, en su armario” -decía Unamuno. Me dices algo parecido a esto, tú que has sido siempre tan ordenado. Tú que has guardado tu ropa tan planchada y limpia. Tú que siempre sabes dónde dejaste el paraguas (yo los pierdo todos). A ti, que has sido siempre tan metódico y riguroso, ahora te dan una noticia que no sabes qué hacer con ella.
Pero es que me confías algo que me duele a mí también que soy tu amigo. Me gustaría devolverte la serenidad; pero, ¿qué puedo yo hacer? No tengo una solución rápida, aunque sí puedo brindarte mi acompañamiento y cercanía. No tengo un discurso racional y convincente; así que estaré a tu lado, aun cuando permanezca en silencio. Si me admites, claro.
Como eres creyente, te recordaré lo que ya sabes. El dolor forma parte de la vida. La muerte, también. Todos moriremos. Oigo decir a la gente con cierta amarga ironía: “Yo estoy en lista de espera; pertenezco a los próximos que Dios puede llamar cualquier día”. Siempre que el pensamiento de nuestro final terreno nos vuelva más sabios y humildes, bienvenido sea. Aunque si va a servir para depresiones y desesperaciones, casi mejor que no.
La muerte nos dará caza a todos, antes o después. ¿Así de fuerte? Pues sí, así de fuerte. No sé decírtelo de otro modo. A ti no se te puede engañar con píldoras. Pero yo preferiría llamarla “hermana muerte” -como San Francisco de Asís- sabiendo, como sabemos, que ella nos coloca en nuestro verdadero sitio: es decir, en la vida junto a Dios. Una vida distinta, mejor, más plena.
Pero ahora me pongo en tu lugar. Yo tampoco sé qué haría con una noticia así. Probablemente frenaría un poco mi vida. ¿No te parece que vamos como locos consumiendo días y sueños? Desde luego, dejarte acompañar por Jesucristo sería lo mejor. Él no está lejos. Vuelve a releer el evangelio desde la situación por la que atraviesas. Y deja que el Cristo de la Pascua te envuelva y rodee con su luz. Tú sabes que él afrontó la muerte con decisión, pero también “con súplicas y lágrimas”. Si lo hubiera hecho de otro modo, no se parecería a nosotros. Hubiera hecho trampa, aprovechándose de su divinidad. Y él nunca fue tramposo.
Ahora no se me ocurre decirte otra cosa. Mañana iré a verte. Lloraremos juntos. O no sé qué haremos. Lo que nos salga del corazón. Podemos hasta reír recordando los buenos ratos que hemos pasado. Esos no nos los quita nadie. A pesar de todo, te pido que duermas bien, para estar mejor, más sereno y con fuerzas.
Vuelvo a tu pregunta: ¿Qué hago con mi dolor? ¿De dónde lo cuelgo?
Cuélgalo de la cruz de Cristo, para que acontezca en ti una resurrección.
Un abrazo y hasta mañana.
Eduardo de la Hera
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