Estamos viviendo días convulsos en España a causa del deseo de la independencia que algunos quieren para Cataluña.
Al igual que desde hace unas semanas todo el mundo pide diálogo, diálogo, etc., hay muchos que aludimos a la ley, que se cumpla la ley, etc. Al que no quiere un diálogo de sordos o auténtico le tachan de intransigente y no demócrata, y al quiere el imperio de la ley le llaman dictador, persona no dialogante. También es verdad que cada uno solemos escoger la ley que nos agrada, y saltarnos aquella que nos desagrada y usar la ley para tirársela al otro.
¿Qué es la ley?
Sin duda, toda persona se guía o debe guiarse por los valores. No me refiero a los valores que cotizan en el mercado del Ibex 35, ni el resto de los valores de la Bolsa. Me refiero a los valores morales. El valor es aquella realidad que una persona o un grupo estima porque le aporta satisfacción auténtica, es deseado porque posibilita el desarrollo personal o grupal, responde a los deseos más íntimos del ser humano y del grupo y, lógicamente, es preferido frente a otros posibles medios o acciones. Así hablamos de la felicidad, la familia, la vida, el honor, la fraternidad, la verdad, la paz, la igualdad, la libertad, el amor, la justicia, los bienes materiales, los bienes eternos, etc. Los distintos valores llevan a la pluralidad de culturas.
Los valores de las diversas culturas varían. La ley es una expresión de la escala de valores que un grupo, una sociedad, una nación admite y quiere que rija su vida en común para que esta sea posible y responda a las necesidades profundas. La ley después tendrá que ser asumida libre y responsablemente por la conciencia rectamente formada.
Santo Tomás decía que la ley supone ordenación de la razón, dirigida al bien común, y promulgada por el que tiene a su cargo la comunidad. Dos, por tanto, son las notas: ordenación racional que hace relación a la dignidad del ser humano, es decir, serán justas si se ajustan a la dignidad humana y la favorecen, y el bien común, que mira al bien de cada uno, al bien del hombre integralmente considerado, y al de toda la comunidad. Y una tercera nota: promulgada por el que tiene la autoridad legítima, no el que tiene el poder que lo puede haber obtenido por la fuerza, el engaño, la opresión, sino la autoridad legítima que viene del reconocimiento y el respaldo del pueblo.
Un sistema legal debe buscar siempre lo que racionalmente es bueno para reconocer realmente, no sólo en el papel, la dignidad humana. No lo que en este momento esté de moda, o imponga una ideología o un grupo de presión del signo que sea. También debe buscar siempre el bien de todos, no de unos pocos, los “privi-legiados” -(ley privada)-, sin preferencias de personas, y, de haberlas, deben ser para las más necesitadas y desfavorecidas, las descartadas de la sociedad por la injusticia de los demás, las minorías excluidas por razón de raza, de religión, condición o color o por lo que sea.
La ley primera, no escrita y que todos los hombres llevamos en el interior, es la de: “trata a los demás como quieres que ellos te traten”, o “no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”. Este principio es el que debe regir toda la conducta del hombre y de los pueblos.
Una expresión será los Diez Mandamientos, o, mejor, las Diez Palabras que recogen en síntesis la alianza entre Dios y su pueblo. Una más sintética es la nos ofrece el Señor: “Amarás al Señor, tu Dios, y con toda la mente, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Este es el mayor y primer mandamiento. El segundo es semejante a este: amarás al prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 37-39). San Agustín dirá: “Ama y haz lo que quieras, porque de esta raíz no puede salir sino el bien”.
Las leyes pueden ser injustas moralmente hablando cuando no respetan la dignidad del hombre, que es también trascendente; serán injustas también, si no respetan el bien común o cuando han sido dadas por un poder que se excede en sus competencias. Entonces habrá que cambiarlas. Pero si la ley es justa, hay que respetarla y hacerla respetar. Sin ley no podemos vivir en sociedad; de otro modo imperaría la ley de la selva, donde el grande se come al chico, no es posible la convivencia y donde la vida de cada uno y de todos está permanentemente en peligro, sobre todo la de los más pequeños e indefensos.
El que quiera entender que entienda.
+Manuel Herrero Fernández, OSA
Obispo de Palencia
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