El fenómeno de Halloween, tan extendido hoy entre nosotros (aunque ajeno a nuestra cultura), reaparece todos los años y vuelve por estas fechas, al caer la hoja, lo mismo que vuelven a la sartén los buñuelos de viento y los huesos de santo. Todo ello -¡vaya por Dios!- coincidiendo con la conmemoración cristiana de los Fieles Difuntos...
¿Y qué tiene que ver el fenómeno Halloween con esta cristiana conmemoración? ¿Qué tienen que ver los disfraces de monstruos con la muerte o con nuestros difuntos?
Nada. Halloween pretende ser un sucedáneo frívolo, mercancía inútil que nos venden desde USA. Piensen ustedes un poco y saquen conclusiones. Pocas cosas existen hoy que se intenten camuflar y disimular tanto como la muerte. Intento inútil. ¿Qué se pretende? ¿Evadirnos del pensamiento mortuorio con un juego? ¿Paganizar la celebración de los Fieles Difuntos, cristiana por tradición y devoción?
Halloween, bien mirado, es una fiesta bastante tonta que, tal vez no hace falta ni siquiera exorcizar, como a Drácula y sus compinches, los vampiros, sabiendo que no tiene más trascendencia que la de un montaje y su correspondiente reclamo para vendernos disfraces pasajeros: o sea, diversión y jolgorio para un carnaval anticipado.
Sólo que esta fiesta pagana irrumpe precisamente (no por casualidad) en estos días en que la tradición cristiana nos invita a honrar a nuestros seres queridos que ya no están con nosotros. Y aquí veo yo un punto de malicia, quizá un poco tontorrona y sin demasiada trascendencia; pero dado que algunos todo lo aprovechan para su capote ideológico y andan siempre reivindicando lo que no les pertenece, conviene levantar la voz y descalificar sin más a esos listos que se envuelven en la toga de la libertad de expresión a todas horas para colarnos slogans contra la Iglesia, “oscurantista y amiga de los muertos” (parece mentira, pero lo entrecomillo porque así lo he oído).
En todo caso, la buena gente sabe lo siguiente: pensar en la muerte sin depresiones, con la esperanza puesta en las promesas de Jesucristo, puede ser un ejercicio no sólo de sabiduría cristiana, sino también humana, ya que nos permite hacer recuento de nuestros días con la mirada puesta en lo que merece la pena.
Dicho esto, no creo que Halloween, deba alejarnos a los cristianos de la fe en aquel que dijo: “Soy la resurrección y la vida”. Pero si alguien pretendiera sustituir una respetable y social costumbre cristiana por una mascarada terrorífica que a nadie aterra (excepto al ritmo académico de los escolares), me parece que lo tiene difícil. Nada hay en la entraña del pueblo más asimilado que el recuerdo de sus difuntos.
¿Qué hay, por tanto, detrás o al fondo de Halloween? Sin duda, lo primero que se ve es un despliegue publicitario y comercial que a nadie debería engañar, y que sin embargo engaña a muchos y entontece a los más. Algo parecido ocurre con la Navidad a la que le cuelga otro horroroso montaje publicitario, aunque aquí al menos se juega con unos sentimientos nobles de paz y convivencia familiar (eso sí, muy dulzones, y todo ello regado con ríos del líquido espumoso).
Los humanos somos incorregibles. Pero lo que a no pocos indigna es que los listos de siempre se aprovechen de todo el mundo para hacer su agosto, su diciembre y ahora su noviembre. No hay mes ni fiesta pagana o cristina, que por bien no venga, y que algún beneficio o tajada comercial aporte. Increíble.
Hasta una fiesta, como Halloween, implantada (¿subvencionada?) desde hace unos años y ahora popularizada de tal manera que frena el ritmo de los colegios e invade las calles de máscaras que asustan a los menos y suscitan indiferencia en los más, nos hace perder el tiempo. Y tal vez a mí también, que estoy escribiendo esto.
Eduardo de la Hera
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