El verano nos ha dejado sangre, sudor y lágrimas. Sangre de atentados terroristas, sufridos en carne propia (Cataluña es carne propia, o sea, española). Sudor de impotencia y de miedo. Y lágrimas, mezcladas con fanatismo y odio, desencadenado por envenenados adolescentes casi en edad escolar. Las flores de las ramblas barcelonesas se han cerrado en la noche de la vergüenza y del dolor. Y la guadaña de la muerte se ha paseado con sonrisa siniestra sobre villas tan hermosas como Cambrils y Alcanar.
Hay una primera respuesta, recogida del sentir de la calle: “Superemos el miedo” (nos referimos al miedo que se nos agarra al pecho y nos paraliza sin dejarnos avanzar). Como dicen ellos, “No tenim por”. Con miedo no se vive, ni se piensa, ni se es interiormente libre. Con miedo todo se confunde, y hasta las personas, las ideas y creencias se tornan en fantasmas de dimensiones gigantescas.
Pero, ahora que hemos enterrado algunas de las víctimas, lloremos también por nosotros mismos. En pleno verano turístico, han sido asesinadas personas de 35 países. Ello quiere decir que no estamos seguros en ningún lugar del mundo. Frente al yihadismo, es igual que usted viaje a Barcelona, a París, a Roma, a Londres o a Nueva York. Ellos están allí, en cualquier lugar. Con sus rencores, sus fanatismos y sus cuchillos. Vaya usted donde vaya, puede pisar la mecha, ya incendiada, de una guerra declarada. Una guerra increíble, pero tan cierta como la sangre derramada, que se seca y olvida sobre el asfalto. Lloremos y actuemos. Corrijamos nuestras equivocaciones. Me refiero a los errores de Europa. El viejo continente ha tirado por la ventana lo mejor de su tradición cristiana. No pocos se han desprendido de la fe, y la han arrojado, como inservible, al estercolero del relativismo moral. Lejos del Dios-Amor, el firmamento se puebla de dioses terroríficos, y todos podemos caer en un nihilismo tan arrasador como el de los nefastos terroristas. Lloremos, pues, por nosotros mismos...
Finalmente, se yergue por doquier la tentación de la violencia, para conseguir determinados fines. Jesús, injustamente atropellado, prefirió sufrir en su carne la violencia antes que morir matando. Jesús, que vivió entregado a la causa de un Dios Amor, le dijo a Pedro: «Guarda la espada, porque todos los que empuñan la espada, serán víctimas de ella» (cf. Mt 26,52).
En definitiva, con la violencia y la guerra nada se arregla y todo se pierde. Sobre todo, se pierden vidas. Una sola vida segada o suprimida (más si es en nombre de Dios), es algo abominable. “No matarás” -dijo el Dios de Abraham, de Ismael y de Jesús (Dios de todos los pueblos).
Ahora, sin embargo, se muere y se mata a la luz del día. A orillas del ese mar luminoso que es el Mediterráneo. Se mata en Cataluña. Por donde el mar, este verano, ha derramado sus más oscuras lágrimas en forma de salobres y desconsoladas olas.
Eduardo de la Hera
No hay comentarios:
Publicar un comentario