Tres países distintos, aunque parecidos en muchos de sus problemas -Kenia, Uganda y República Centroafricana- han acogido al Papa Francisco en su reciente viaje apostólico.
Los últimos Papas, desde Montini hasta Bergoglio, han viajado al que antes llamábamos el “continente de la esperanza”, y hoy es el “continente de las pateras”, sepultadas en el océano.
Desde la época del esclavismo puro y duro (el de las argollas en los pies y en el cuello) no crean ustedes que ha transcurrido tanto tiempo. Y desde la época de las colonias hasta hoy ha pasado todavía menos. Con la independencia casi recién estrenada, la vida sigue sin mejorar para muchísimos africanos. Largo y difícil camino el suyo. Y es que el reloj del tiempo se ha detenido en un charco negro de miseria y rojo de sangre fratricida.
Hoy, después de doscientos años de la Proclamación de los Derechos del Hombre, podríamos hablar todavía de nuevas y camufladas esclavitudes: las que imponen las guerras tribales, el yihadismo fanático y el fantasma de la miseria.
Miles de africanos dejan sus países de origen y emigran allá donde pueden. Como las fronteras no existen ni para la televisión ni para la propaganda, a ellos les llegan noticias de un Occidente opulento, donde se derrocha más en un día que lo que ellos comen en todo un año. Pero los países europeos no están dispuestos a bajar ni un solo peldaño en el escalafón del bienestar alcanzado. Ni siquiera, para que otros tengan el mínimo vital que llevarse a la boca.
Cada día, sin embargo, pesan más las tragedias de aquellos que el Mare Nostrum se traga sin piedad. Se nos mete en el alma el rostro cansado, desencajado y macilento de los que llegan a las costas europeas, para luego retornar a sus países de origen, decepcionados, desengañados, rotos. Les habían pintado paraísos de cartón.
El Papa Francisco se ha remangado la sotana blanca, y se ha calzado los zapatos del apóstol itinerante. Le hemos visto pasearse, sin miedo, como un buen misionero, entre la miseria, los problemas y los fusiles que aguardan otro momento. Son las armas de la violencia que intenta imponer políticas medievales en países desestructurados.
El Papa blanco de manos campesinas, sin chalecos salvavidas ni papamóviles blindados, se ha ido al continente negro para compartir, abrazar y rezarle a Dios al lado de sus hijos. África, del Sahara para abajo, tiene actualmente 172 millones de católicos...
En Roma, no hace mucho, hubo un encuentro para conmemorar los 150 años del Plan para la Regeneración de África, que escribió Daniel Comboni, profeta y misionero, fundador de los combonianos. Un participante recordó a la asamblea reunida este dicho africano: “Dios regaló a los europeos el reloj; pero a los africanos nos regaló el tiempo”.
Es verdad. En sus negros y hermosos rostros, vemos dibujada la paciencia, el saber esperar, la sonrisa amplia de una cultura que solo tiene a Dios dando las horas serenas de su existencia.
África no ha aparcado a Dios de su vida, como ha hecho Occidente, que se ha abrazado al reloj de las prisas y a la ambición del oro. África no es laicista ni excluyente. Pero África sufre, además de la violencia tribal, el terrorismo yihadista, como el del grupo Al Shabaab, uno de cuyos últimos atentados (el de la universidad de Garissa, en Kenia) se cobró 147 personas asesinadas. Centroáfrica es un país sin ejército, dividido entre guerrillas. Al Papa le aconsejaron posponer su viaje por razones de seguridad. Pero dijo con humor que temía más a los mosquitos que a la violencia de los fanáticos. Libertad interior se llama a esto.
En Europa hemos inventado las prisas y los relojes sofisticados para correr más; ellos no necesitan reloj. Han aprendido a medir su tiempo, reunidos (al caer el día) en torno a una hoguera, encendida con la leña del sosiego y la amistad.
Eduardo de la Hera
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