Cuando hablo con los abuelos del barrio, aquí en Santa Marina, mi parroquia, enseguida me doy cuenta de quiénes nacieron en la ciudad de Palencia y quiénes vinieron de nuestros entrañables pueblos. Externamente no se nota; todos viven de sus pensiones. Pero si te acercas a ellos, enseguida lo adivinas.
Son bastantes los que nacieron y vivieron su primera juventud en un pueblo. Aquí llegaron, ellos y ellas, con el propósito de ganarse honestamente la vida. Y aquí se quedaron, aquí nacieron sus hijos, aquí han envejecido...
Las fatigas y trabajos de otras épocas, en inviernos y veranos, los recuerdan los abuelos como duras travesías por los mares de Castilla o como arduas escaladas por las montañas del Norte: “Los nietos no saben lo que cuestan las cosas” -te dicen- “y por malos que vengan los tiempos, no han de ser como los nuestros”.
Los abuelos todavía añoran la parcela, la casa y el huerto del pueblo. Vuelven en verano y festejan a su Virgen. O al santo patrono, que es como de la propia casa.
La torre de la iglesia y el sonido de las campanas suelen arrancarles emociones y lágrimas. Se resisten a dejar sus raíces aparcadas en el olvido. Sería tanto como perder algo de sí mismos. A veces, los veo solos sentados en un banco de la plaza, mirando pensativos hacia el suelo: “¿En qué piensa, abuelo?”. “Usted puede ver: pienso en nada y en todo”.
También hoy los jóvenes emigran. Pero ellos han nacido en la época del movimiento y del trasiego. Tal vez, el peaje que tienen que pagar por ir de un sitio a otro, sea menor. Los jóvenes han respirado aires y costumbres de casi todos los sitios. Viajan con mucha facilidad. Y traen en sus mochilas y en sus móviles fotos de todos los lugares del mundo. Pero cuando los abuelos eran jóvenes viajaban muy poco. El viaje más largo de algunos fue el que hicieron a la mili. Luego, se vinieron a trabajar a la Fábrica de Armas, al Ferrocarril, a la Construcción. Y aquí se quedaron. Ellas llegaron como empleadas de hogar o empleadas de cualquier comercio...
Salvo excepciones, uno ve que la vida del pueblo evoca e inspira poco a los jóvenes. Enseguida se aburren. A no ser que trasladen sus usos y diversiones al recinto del huerto, la parcela y la bodega de los abuelos. No deja de ser curioso, cuando los sonidos del pueblo son como una prolongación de los ruidos y botellones de la ciudad.
Y oyes protestar a la abuela: “Pero, hijos, ni siquiera aquí podéis dejar los ‘cascos’ de la música; escuchad alguna vez a los pájaros...”.
Las vacaciones suelen ser el termómetro que mide los niveles de ansiedad que padecemos. Se tiene claro lo de “salir a la carretera”, huyendo de la rutina y del espesor de lo cotidiano. Pero, ¿se encuentra siempre en la playa o lugares de destino el relax que se busca? La vacación como “huida” (no como encuentro con nosotros mismos o con los demás) es otro de los aspectos de este desenraizamiento que padecemos. Moverse más, viajar mucho, no siempre equivale a descansar más. Pero los viajes compulsivos suelen estar relacionados con el desarraigo, fenómeno generalizado en esta época.
¿A quién puede extrañar que los abuelos rejuvenezcan, cuando llegan a la casa del pueblo? No sólo es por lo que significa para ellos volver a su casa. Miran al campo o a la piedra aquella que estuvo allí siempre, levantan los ojos hacia la veleta de la torre de la iglesia o hacia el corral derruido del pastor que ya murió, y se les humedecen los ojos.
No hacen falta demasiadas explicaciones. Este es su lugar de origen, y aquí quieren que les traigan a enterrar.
Eduardo de la Hera
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