Ya hace unos años, cuando empezó esto de la crisis y parecía no haber dinero para nada, oíamos hablar a nuestros dirigentes en estos términos: “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades... ahora toca apretarse el cinturón. Eso sí, no recortaremos derechos, no traspasaremos más allá de las líneas rojas de nuestro estado de bienestar”. Y muchos nos preguntábamos: ¿qué líneas rojas?, ¿qué significa esa expresión exactamente?
En esta como en otras cuestiones, la semántica de las palabras nos juega malas pasadas; una frase puede contener tantas connotaciones como personas la pronuncien. Detrás de las letras hay pensamientos, detrás de las palabras, intenciones. Y, a la vista de los hechos, aquellas “líneas rojas” acabaron convirtiéndose en “recortes necesarios”, en “apretemos un poco”. Todo muy sensato… salvo que para muchos “un poco” lo es todo.
Según el último informe de Unicef, uno de cada 5 niños en España pasa hambre. Conforme a los datos ofrecidos por la OCDE, somos el país que más desigualdades ha generado en los últimos años... Pero no hablemos de cifras, sino de la vecina que se ha quedado sin su ayuda a la dependencia, con un padre encamado y sin posibilidad de trabajar. Hablemos del parado de larga duración que ha sobrevivido con 400 euros, él y toda su familia, y ahora no le queda ni eso. Hablemos del jubilado que con su pensión mínima alimenta a sus hijos y nietos, todos ellos de vuelta a la casa paterna por orden de un desahucio (y suerte que no los avaló en su hipoteca, si no, ni siquiera poseerían ese techo). Hablemos del joven que aprovechó su tiempo en los estudios, que hizo carreras, masters y cursillos a costa de sacrificios propios y familiares, que se siente español y con ganas de trabajar en su país... del joven que tiene que marcharse. Hablemos del que viene de fuera, del que lleva aquí muchos años cotizando, del que se siente defraudado porque ahora lo ven como un intruso y le quitan la sanidad. Por no hablar de los pueblos, ¿es que sus habitantes no pagan impuestos? Y hablemos del niño cuyo único respiro es el horario escolar, cuya única comida es la que come en el cole, cuya madre hace cuentas y le pregunta por qué ha enfermado, que ese mes “no están para farmacias”.
Puede parecer literatura, un recuento propio de los libros de Dickens o de “El príncipe feliz” de Óscar Wilde, historias lacrimógenas del siglo XIX, como de “otra época”. Lo malo es que se trata de hechos actuales, de personas con rostro. Ciudadanos que remaron en el barco y ahora se les cuelga el apelativo, nada cordial, de “líneas rojas”.
Vivimos en el siglo XXI, a estas alturas sabemos lo que significa una democracia. No sólo son derechos, también deberes. Pero lo cierto es que como ciudadanos y creyentes, como “sometidos a la autoridad” (siguiendo el mandato de san Pablo en Rom.13), también nuestro corazón se rebela (siguiendo el de Jesús). “Misericordia quiero, y no sacrificios” (Mt 9, 13), nuestra fe se revuelve ante lo injusto.
¡Injusto es aceptar los sacrificios de unos y perdonar los pecados de otros! ¡Injusto es apretar abajo y engordar arriba! ¡E injusto es marcar unas “líneas rojas” lejos de mí, al dictado del dinero, ajenas a mis prebendas! Si fuese una familia, nos cabrearía ver al padre en el bar... mientras el hijo no come.
La humanidad es una gran familia, eso creemos, la familia de los hijos de Dios. ¡Y nada ofende más al Padre, seguro, que la brecha entre hermanos se incrementen! Que unos hombres tratemos a otros... como simples líneas rojas.
Asier Aparicio Fernández
Pastoral Social
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