Con los independentismos a cuestas, vuelve a estar de actualidad la ya vieja pregunta: ¿Quiénes somos como pueblo, nación o país? Con la llegada del nuevo curso, se encienden de nuevo los debates...
¿Quiénes somos como “patria común e indivisible”, que dice el artículo 2 de nuestra Constitución? ¿Qué nos une más allá de lo que nos separa?
España es una mezcla de culturas heredadas con fuertes esencias de Roma. Por nuestras venas, además de sangre romana, corre también sangre visigoda, judía, cristiana, islámica. Somos un pueblo antiguo, con gestas y glorias, pero también con derrotas y hasta con manías que, según parece, se repiten.
Vivimos, además, en esta parte de Europa que se inclina hacia otros continentes como, por ejemplo, la sufrida y extensa África. Y hoy, en la época de la globalización, podemos decir que, de algún modo, somos ciudadanos de otros muchos continentes y países. Somos “ciudadanos del mundo”, que decía san Pablo. Nuestros jóvenes viajan por los lugares más lejanos, y traen en sus mochilas aires y sabores de todos los rincones del globo. España no es una aldea, es un país abierto que bebe los vientos de otras culturas. ¿Pero hay algo que nos configura como nación?
No pocos piensan que sí: nos unen Roma, la romanización y la evangelización cristiana. Roma, como ocurrió con otros países de Europa, nos hizo pueblo. Nos dejó la lengua, el derecho, su cultura. Conviene volverlo a recordar ahora que estamos celebrando los dos mil años de la muerte de Octavio Augusto: el emperador que, coincidiendo con los comienzos del cristianismo, protagonizó la conocida como “Paz Octaviana”. Los apóstoles, al amparo de esta paz, trajeron a España la fe en Jesucristo.
Desde Cataluña a Galicia y desde Andalucía hasta Cantabria, pasando por Extremadura y las Castillas, podemos ver huellas de Roma. Puentes y acueductos (deténganse en Segovia), arcos y villas (deténganse en la Olmeda de la Saldaña palentina), templos derruidos y teatros romanos. Los monjes cristianos, desde sus monasterios, conservaban el patrimonio cultural, y hasta enseñaban a cultivar los campos, a leer y a escribir a las buenas gentes que se iban organizando en comunidades y pueblos.
España se fue configurando al viento de la cultura romana y al calor de la fe cristiana. Esto es lo que fundamentalmente nos une. Y las otras culturas deberán integrarse pacíficamente en estos sólidos muros, porque cuando el Islam (por poner un ejemplo de “otra cultura”) llegó en son de conquista, aquí ya se habían asentado Roma y la fe de Jesucristo. Según historiadores competentes, la invasión musulmana, que nos dejó indudables valores del saber humano, contribuyó no poco a disgregar la unidad visigótica, y a convertir España en un caótico reino de taifas. Fueron los reinos cristianos los que volvieron a reconquistar la península. Con los Reyes Católicos se iniciará la Historia moderna y contemporánea de España. Y, desde luego, mucho antes de que los reinos hispanos se unieran en una unidad católica, ya existían, como expresión de una identidad religiosa, los templos visigóticos, luego románicos, más tarde catedrales góticas y renacentistas.
Si ustedes profundizan un poco, por debajo de la mezquita de Córdoba, tan reivindicada hoy por algunos, podrán encontrar una basílica cristiana. Y la Córdoba andaluza -como decía Manuel Machado- es “romana y mora”. Por este orden. Roma y el cristianismo fueron el humus sobre el que, con el aditamento de otras culturas, se levantaron los muros de la España nuestra: una y diversa. Y Dios quiera que, también, unida.
Eduardo de la Hera
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