Don Vittorio Colò, un anciano de 101 años, ha decidido llamar a la muerte, el 10 de septiembre pasado, en el último asiento de una iglesia. Y la muerte ha llegado puntual...
Don Vittorio Colò, químico jubilado, decidió poner punto final a su larga y deportiva vida. Había sido un atleta, así como suena. Hasta los 95 había competido como los grandes. Un deportista de los de medallas, premios y aplausos. Siete medallas en los Mundiales para veteranos. Pero ya no podía con el cuerpo, y el alma se le escapaba por la garganta en forma de quejas y lamentos. Así que, una tarde, se fue a su parroquia, sacó una pistola, la colocó en la sien y se disparó. Las personas que estaban rezando, perdidas en la penumbra de la amplia iglesia de santa María Nascente de Milán, volvieron el rostro asustadas, corrieron a socorrerlo, pero ya era tarde. La muerte había hecho su labor.
Así que decidió quitarse la vida. Todo, arreglado. Dejó unas letras temblorosas, dirigidas a los suyos. Cerca de su cuerpo abatido, encontraron su carnet de identidad, manchado de sangre, junto al número del teléfono móvil de su hijo, para no volver loca a la policía en sus pesquisas. Ninguna excusa y pocas palabras. No aducía motivaciones especiales; sólo decía que estaba cansado. El hijo comentó: “Mi padre había perdido la razón de su vida: el deporte. Se conservó joven hasta los 95 años...”.
Pero don Vittorio todo se lo había ganado a pulso, entrenando un día y otro, con fríos y calores. Él no había hecho un pacto con el diablo como el doctor Fausto, el personaje aquel de Goethe. Tampoco había encontrado el elixir de la eterna juventud. Él había mantenido la ilusión y la apuesta por la vida, gracias al deporte activo; pero ahora con 101 años se daba cuenta de la caducidad de la vida. Había llegado el final. Seguramente no hizo bien, adelantándose y llamando a la muerte antes que Dios lo dispusiera. Pero... ¿nos atreveremos a juzgarlo? ¿Qué le contó a Dios, antes de disparar el arma? ¿Por qué eligió una iglesia para quitarse la vida?
“Il Corriere Della Sera” dio la noticia, al día siguiente. El curriculum de don Vittorio era envidiable. Los diarios deportivos lo airearon ampliamente. Pero le faltaba ya aliciente, amontonaba soledades, achaques, y notaba que la muerte le asediaba por todas partes.
De modo que, antes que ella le asaltara y le cogiera distraído, decidió abrirla la puerta de par en par. Y la muerte entró. Y se lo llevó, allí, en la casa de Dios y de su pueblo. Era un atardecer de septiembre. El sol declinaba, en un bello “tramonto”, cansado también de su jornada como don Vittorio. Fuera, en los campos de deporte, los niños que él había entrenado, jugaban sus campeonatos, ajenos a lo que había ocurrido en la antigua y entrañable iglesia de Santa María Nascente de Milán.
Eduardo de la Hera Buedo
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