jueves, 19 de mayo de 2016

Cincuenta años

En esta primavera, algunos estamos celebrando lo que antes pensábamos -¿verdad, compañeros?- que siempre celebraban “otros” (los muy mayores): las “bodas de oro”. Resulta que hemos visto también celebrar “bodas de platino”, y los que las celebran caminan bastante bien. ¡Demos gracias a Dios!

Han pasado 50 años y parece que fue ayer, cuando, en la capilla del seminario mayor, el obispo de entonces, don José Souto Vizoso, nos impuso las manos, invocó al Espíritu Santo y nos confirió el presbiterado. Era una mañana radiante, un 29 de junio de 1966, fiesta de los Apóstoles Pedro y Pablo. Lo hemos recordado y celebrado cada año. Hoy, después de 50 años, lo celebramos especialmente.
¿Merece la pena ser cura? ¿Mereció la pena la elección que hicimos?

Éramos doce. Siempre comentábamos: “Doce, como los apóstoles”. Recemos para que no haya “bajas”. Pero el día que dijimos, con 23 o 24 años, “de acuerdo, quiero ser cura”, ¿dimos un paso en falso?

Supongo que esta será la misma pregunta que, alguna vez, nos hemos hecho todos. Más aún, la misma pregunta que, en distintos ámbitos y desde otras situaciones, se hace todo hombre o mujer, cuando ha cruzado el meridiano de su vida. La misma pregunta que se formulan las parejas en sus bodas de oro: “¿Merece la pena?”.

¡Pues sí, merece la pena! Aunque algunas veces, después de cada fracaso, hayamos dudado y hasta soñado con paraísos que no existen.

Nosotros, como curas, pertenecemos a la generación del Concilio Vaticano II, que acaba de cumplir también sus “bodas de oro”. El Concilio se clausuró un 8 de diciembre de 1965. Recuerdo que alguien nos dijo: “Os tocará aportar algo a la renovación y reforma de la Iglesia”. Y algo modestamente hemos ido aportando. Aunque no siempre sea fácil situarse con las convicciones cristianas en el mundo de hoy, tan indiferente, unas veces, y tan agresivo, otras.

Unos te tachan de ir despacio, de acomodarte, de no abrir caminos (reconozco que hacen falta exploradores, pero no todos estamos hechos para ser pioneros). Otros te dicen que, dado los años que tienes, algo más podías haber hecho...

Pienso que hay que escuchar a todos, pero no hay que actuar al dictado de nadie. Lo mejor es ser fieles a lo que cada uno lleva dentro, cargar las pilas todos los días en la oración y en la eucaristía, y seguir navegando al paso que cada cual lleva.

Sí, merece la pena ser cura. Sé que, hoy, no es fácil serlo. ¿Pero hay algo fácil?

¿Merece la pena seguir siendo cura “en esta sociedad”? ¿En cuál, si no? No tenemos otra sociedad más que esta, a no ser que nos traslademos a otros lugares...

¿Y merece la pena ser cura “en esta Iglesia”? Sí, claro, “en esta Iglesia”; tampoco tenemos otra. Pocas cosas existen como uno las sueña.

Demos gracias, por tanto, al Padre por haber llegado hasta aquí. Que Dios nos dé un puñado más de años, para seguir sirviendo al Reino de Cristo dentro de su Iglesia.

Lo recordé el día de San Juan de Ávila: el Papa Benedicto, cuando se retiró, dijo que lo hacía para orar. Buen propósito para ir preparando la jubilación: “Estorbar poco, rezar mucho y colaborar en lo que se pueda”.

Pero después de todo, no dramaticemos. Bien mirado, ¿qué son cincuenta años? ¿Y qué somos nosotros?

Somos unos muchachos, un poco más creciditos, pero con la misma sonrisa (y los mismos enfados) que cuando teníamos veinte años.

Eduardo de la Hera

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