viernes, 14 de febrero de 2014

Las preguntas de Camilín

Un día, el pequeño y observador Camilín -nueve años cumplidos- oyó decir en su casa a un señor muy importante, amigo de papá, que el “hombre es un ser caduco”. Aquel señor, por lo visto, era profesor de filosofía. O por mejor decir, de antropología. Enseñaba en la Universidad, y tenía una barba blanca como el tío Miguel. Hasta se le parecía algo en la nariz y las orejas. Las gafas eran iguales que las de su tío, y cuando hablaba, lo hacía despacio, como pensando mucho lo que iba a decir...

“¿Caduco?” ¿Qué era eso de “ser caduco”? Camilín consultó un pequeño diccionario infantil, que le habían traído los Reyes el año anterior, y no encontró explicación alguna a tal palabra. Luego, cogió el diccionario grande de su hermano, Mario, y buscó de nuevo “caduco”. Leyó uno de los significados: “Perecedero, poco durable”. Luego, preguntó a mamá: “Mamá, ¿qué es eso de ‘perecedero’?”.

La mamá se asustó mucho: “A este chico, ¿qué mosca le ha picado? ¿Por qué pregunta cosas tan raras?”. Y por respuesta le dijo, decidida: “Anda, hijo, vete a jugar y no preguntes tonterías, que te llevo al médico. ¿Quién te ha enseñado esas palabras tan raras? No dirás también palabrotas. Te prohíbo ir por las cocheras. Allí solo se oyen cosas feas”.


“Mamá, ¿qué son palabrotas?” -preguntó Camilín, pero la mamá ni siquiera le oyó esta pregunta, porque estaba sumergida en la televisión; ya que no se perdía la interminable novela de la tarde, que la interesaba más que atender a su hijo.

Una tarde, la mamá de Camilín le dio en la merienda un yogourt de fresa. Entonces, Camilín descifró el enigma de lo “caduco”, ya que en el envoltorio leyó lo siguiente: “Caduca a los tres meses”. Entonces fue cuando el niño entendió lo que era “caducar”: caducar equivalía a estropearse, a hacerse inservible.

“Las personas, con los años, también caducan” -pensaba Camilín- “¿Pero a qué edad caducan las personas? ¿Cuando se hacen mayores o cuándo estorban en casa? ¡Quién sabe si yo, con 9 años, estoy también caducado para mis padres!”

Su abuelo no era joven; pero no sólo no había “caducado”, sino que estaba muy bien, ya que le sacaba a él a pasear. El abuelo Raimundo paseaba a Camilín, cogido de la mano izquierda, y Camilín llevaba a la perrita, Truska, cogida con una cadena en su mano derecha. Todos paseaban. La perrita tiraba del niño, y el niño del abuelo. Aquello era estupendo. Las tardes de verano eran largas. El abuelo, en el parque, jugaba a la pelota con el niño, mientras la perrita esperaba atada a un árbol, olfateando hierbas y espantando mariposas blancas.

El que estaba un poco caduco era el señor Martín, su vecino, el padre de Rosina. El pobre señor estaba muy enfermo, y un día le encontraron muerto en su cama. Al día siguiente, le llevaron al cementerio con mucho acompañamiento. Todos parecían pendientes del señor Martín. Entonces, Camilín sacó la conclusión de que uno tenía que caducar del todo, para que le rodearan de atenciones, coronas y velas. “¡Qué pena!” -se le escapó decir al niño. A Camilín aquello se le quedó grabado para siempre. Y sacó como conclusión de que la muerte no tiene prisa, espera siempre a que caduquemos, para llevarnos al cementerio.

¿Por qué la vida será así? Pero nadie le explicó nada más, por entonces, al bueno y preguntón de Camilín, aunque él decidió ya hacerse filósofo para siempre.

Eduardo de al Hera

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