Desde que hombres y mujeres comenzaron a ganar el pan con el sudor de su frente (o sea, desde siempre) han vivido curvados hacia la tierra. Han buscado el carbón y el petróleo para iluminarse, mover máquinas y calentarse; han sembrado y recogido en sus graneros; han arañado la superficie y horadado las entrañas del planeta azul, donde Dios nos puso con abundantes, pero limitados recursos...
Es así como cayeron las primeras gotas de sudor (y quizá también las primeras lágrimas) que se mezclaron con la sangre de una tierra malherida que comenzaba ya a quejarse de los expolios y depredaciones humanas. Porque el hombre es un animal depredador y con escasos signos de arrepentimiento. El hombre ofrece muy poca confianza al resto de los seres creados. Es curioso, pero la sabiduría del Génesis nos presenta al primer asesino (un tal Caín) escarbando también en la tierra para encontrar algo con lo que “asesinar a su hermano”, hasta dar con una quijada de asno (suponemos, pensando bien, que el pobre animal moriría de muerte natural). Pero, por más que se diga, hay un “deporte” que el hombre cada vez ha ido practicando con más esmero y diligencia: matar al hermano y sustraer lo ajeno contra la voluntad de su dueño...
Encontramos al ser humano, en la historia del devenir, siempre husmeando como los topos. El hombre ha buceado para arrancarle a las profundidades marinas sus tesoros; ha taladrado el azul del cielo para pasearse por él, metido en innumerables artefactos que, alguna vez, se caen de pura fatiga, generando muertos; ha poblado de máquinas contaminadoras las carreteras y las ciudades. Y es así como el hombre ha entendido el progreso. O sea, reductivamente. Ha interpretado mal el mandato divino de “someter y dominar” el mundo, olvidando otro mandato que también recoge el Génesis y que el hombre ha procurado menos: el de “cuidar y respetar” lo que le ha sido dado. Cultivar la tierra diligentemente, pero también razonable y solidariamente. No, depredadoramente.
Pero en esta voluntad de conquista, el pillastre humano ha hecho de todo. Para más ofensa a Dios, ha levantado hipócritamente los ojos al cielo para pedirle el agua que malgastaba y los bienes que luego acaparaba. Así que parece que nuestro destino es el de atacar la tierra y rezarle al cielo. Ya digo, con hipocresía y sin demasiados signos de arrepentimiento.
Pues bien, en estas estábamos (y en estas seguimos) cuando apareció una encíclica (”Laudato si”) de un Papa llamado Francisco, como el de Asís, para decirnos que o nos espabilamos y cambiamos de manera de proceder o nos vamos a la ruina en poco tiempo. Pero, para esto, tenemos que rebajar humos y vivir de otra manera. Con más sencillez y responsabilidad. Debemos malgastar menos y adelgazar más. Algo, por otra parte, saludable, que no nos vendría mal a algunos (y a algunas), ya que eliminaríamos toxinas y colesteroles.
El hombre, como ha dicho el Papa (siguiendo a Cristo, que dijo lo mismo) o cambia el corazón (y se convierte) o se busca la ruina. Sólo el hombre, si no se deja arrastrar por el mal, puede descubrir que está llamado a contaminar y derrochar menos. Y también, a cambiar de hábitos: a purificar y reciclar más. Muchos ya lo hacen. Solo nosotros, los humanos, podemos transformar el mundo y conducirlo en la dirección correcta, ya que solo el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios Creador. Un Dios bueno y generoso sin medida que nos regala un año más. ¡Bendito sea! ¡Que el año 2018 sea feliz y... lluvioso!
Eduardo de la Hera Buedo
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