Llegó el verano, y muchos (no todos) veranean, descansan, “cargan las pilas” para lo que venga después. Cada uno es muy libre de montar sus vacaciones (quien las tenga) como Dios le de a entender. Pero permítanme una sugerencia: Organice usted sus vacaciones; no permita que nadie invada su libertad para programarle. Por mi parte solo me permito una observación, por si le sirve...
Hagan ustedes la experiencia: cojan la mochila, una mañana azul de verano, metan en ella una ascética comida, elijan un libro (si meten el móvil que sea sólo para estar localizados) y piérdanse en la montaña o entre los árboles de un pinar (¡ojo con los incendios, no acabe usted como san Lorenzo en la parrilla!). Huyan del ruido. Busquen el “desierto”, aunque no sea el del Sahara (empléese aquí la palabra “desierto” como metáfora de un lugar de tranquilo) y escapen del trasiego diario. Huyan del ruido, piérdanse, apaguen los motores...
Una vez llegados al “desierto”, sitúense debajo de un árbol, túmbense sobre la hierba (¡ojo con la humedad!), y hagan el reflexivo ejercicio de abrir los cinco sentidos al silencio del campo o de la montaña. Así empezó Moisés a escuchar la voz de Dios en el monte Horeb. Aquello fue como un incendio de luz desde el que Dios le hablaba con palabras de liberación...
Insisto, tírense, cuan largos son, sobre la hierba: abran el olfato para aspirar el olor de la retama, del brezo y de la hierba buena; espabilen el oído para escuchar a los pájaros y el susurro del aire entre la ramada; taladren con la vista el paisaje, el firmamento azul, y siempre verán algún águila majestuosa, algún pájaro atrevido, o atisbarán allá lejos, muy arriba, un avión con su estela blanca. Probablemente esos también vayan buscando algún descanso. Lo que yo les propongo es más barato; está al alcance de todos.
Ya situados y elegido el “desierto”, piensen en Dios y déjense encontrar por Él. Si tarda en venir, invóquenlo, recen y sigan atentos. Escuchen, por favor, la voz de Dios. Se la distingue enseguida; es distinta de los pensamientos de usted. Es distinta, porque esa voz le interpela a usted.
Un ruego, y que me perdonen los cazadores: no aprovechen nunca la montaña, el monte o el desierto para sacar la escopeta (excepto, en caso de legítima defensa, claro está, por ejemplo si les ataca el lobo o el oso). Ni la escopeta. Ni el cepo. Ni la caña de pescar. Cuando se va a la montaña, huyendo del ruido, no es necesario hacer más ruido con cartuchos, perros y reclamos...
Dios habita en el silencio, aunque el silencio no sea dios. El silencio es un clima que necesitamos de vez en cuando (algunos dicen que “permanentemente”) para entrar dentro de nosotros y encontrarnos con Él: o sea, con el Señor (huyendo de los “señores de este mundo”)...
A Dios le gusta el silencio, y, aunque Él está en todas partes, difícilmente se le encuentra en el ruido. Recuerden el episodio aquel del Profeta Elías. Léanlo, vale más que un discurso (cf 1ª Re 19,11-13).
Una última advertencia: El silencio no está reñido con la palabra. En el silencio, Dios pronuncia su Palabra creadora (cf Gn 1). Y en el silencio de la noche desciende su Verbo, su Palabra al mundo (cf Jn 1,14)...
Así que para todos ustedes los mejores deseos: ¡Descansen, si pueden! ¡Feliz verano!
Eduardo de la Hera
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