El otro día, me encontré a una mujer muy ilusionada con su familia, como tantas buenas y animosas mujeres. Tiene dos hijos: niño y niña. La niña hará la Primera Comunión en este mes de mayo. Los padres no frecuentan la iglesia, aunque ahora (por lo de la Comunión de la niña) vienen a la parroquia con sus hijos y se quedan a “oír misa”. Bien está. Se comienza a educar en cristiano dando ejemplo.
Pero la señora, después de saludarme cordialmente, entre divertida y desenvuelta, me pregunta: «¿Podríamos cambiar la hora y día del “evento”? Es que no nos cuadra bien la fecha que nos proponen ustedes».
- ¿De qué evento me habla usted, señora? -pregunto perplejo.
- De qué evento va a ser: el de la Primera Comunión de mi hija.
Y como queriendo enmendar y mejorar lo dicho, dice: «Bueno, lo del “servicio religioso”».
Me armo de paciencia y pongo mi cara más amable para dirigirme a ella:
- ¡Ahora entiendo, señora! Pero mire: los “eventos” se celebran en los hoteles y restaurantes; aquí, en la parroquia, celebramos “sacramentos”. Ni siquiera son “servicios religiosos”, que hacen referencia a algo como de oficio o mero trámite. Lo nuestro es “otra cosa”.
Y aprovecho para impartir a la buena señora una breve catequesis, rápida y ocasional, sobre el “evento”, que dice ella (y dicen otros muchos).
Y continúo: «La Eucaristía que celebramos en las parroquias, cada domingo, es, sin duda, un acontecimiento, sí, pero un “acontecimiento de fe”. Toda la comunidad cristiana se alegra por el gran regalo que es Jesucristo. A él es a quien celebramos. Pero mire, no es este un evento-excusa para otro evento: el que ustedes han preparado ya en el restaurante: o sea, la comida y los regalos. Nosotros, desde la comunidad parroquial, nos unimos a todas las alegrías familiares. Pero lo que celebramos en la iglesia -insisto hasta enronquecer- ¡es “otra cosa”! En los encuentros con padres se lo irán a usted explicando...».
Y animo a la señora para que venga a dichos encuentros, a pesar de que dice “no tener tiempo”.
Les confieso que dentro de mí se está generando una especie de malestar que no pertenece sólo al “cambio generacional”, sino a lo que Freud llamaba el “malestar de la cultura”. Lo religioso, hoy, queda sumergido en una cultura superficial, vacía y sometida a las necesidades económicas. Todo ello, unido a la supina ignorancia religiosa que padecemos, y que conlleva el riesgo de pervertir lo que celebramos. “Pervertir” es viciar. La Iglesia debería abrir mucho los ojos para ver cómo ir poniendo remedio a este problema: el de la perversión y cambio del lenguaje religioso. Donde nosotros decimos “sacramento” (signo del encuentro con Dios), otros entienden “evento”. O sea, nada entre dos platos...
Importan, sí, los platos de un restaurante que es el que marca la hora y el día del “evento”.
Eduardo de la Hera
No hay comentarios:
Publicar un comentario