El ateísmo de hoy ha cambiado mucho. No se parece en nada al de épocas pasadas. Todavía quedan cientifistas cerrados que dicen que Dios y la ciencia casan mal; pero son cada vez menos. Los ateos teóricos, los que argumentaban sobre la inexistencia de Dios desde los humanismos contemporáneos, apenas se ven ya por algún sitio. El peor ateismo, hoy, es el del “indiferentismo religioso”. No menos que el de aquellos que “viven como si Dios no existiera”. Hay generaciones a quienes la cuestión de Dios les parece rara, superada, debate de otros tiempos. Algo así como hablar de las guerras napoleónicas o plantear ahora si la tierra es redonda o plana.
El verdadero ateo, lo mismo que el verdadero creyente, tiene mucho que ver con la vida de cada día. Cuestión de experiencia. ¿Cómo hacer una experiencia de Dios en medio del trajín diario? ¿Podemos buscar a Dios en los gozos y angustias, en las alegrías y sobresaltos cotidianos? Dice San Juan que a Dios nadie le ha visto jamás; pero que es Cristo quien nos le ha dado a conocer. Vivir la vida de cara a Cristo y buscar el rostro de Dios en los excluidos y malheridos de nuestro tiempo es hacer una experiencia fuerte de Dios. Para todo lo cual se necesita -claro está- una fe humilde, sincera y contemplativa. “Contemplar” no es mirar las fases de la luna o el tiempo que hará mañana; contemplar es mirar en profundidad la vida y rezar con ella.
Este ejercicio no vaya usted a hacerlo a los gimnasios, donde solo se cuida la belleza del cuerpo. Este ejercicio hay que buscarlo en otros lugares: por ejemplo, hay desiertos donde retirarse un fin de semana para hacer un auténtico “ejercicio espiritual”, tan importante, al menos, como el ejercicio de los gimnasios. Y desde luego infinitamente más provechoso que el de estar todo el día ejercitando el dedo, los ojos y la curiosidad con los teclados de esas maquinitas locas de jugar, navegar y “watsear”...
Pero -como decía ya Boecio en el siglo IV- “no es tiempo de lamentos, sino de poner remedios”. Debemos ver los males para buscar arreglos. Y no separar los problemas de las soluciones. El “ateismo de la vida” es como una mancha que se ensancha cada día más. Las jóvenes generaciones se han ido de la práctica religiosa sin dar un portazo. Ni siquiera nos han dicho “hasta luego”. No están, porque “no les apetece”. Sin más problemas. Viven su vida al margen de las preguntas religiosas. Este es nuestro desgraciado mundo.
Sin embargo, habría que relacionar alarmas con búsqueda de oportunidades. No caer en análisis derrotistas. No nos sentemos a llorar con las cítaras de la esperanza colgadas de los árboles, como los judíos en aquel tiempo, cuando el destierro de Babilonia.
El teólogo Medard Khel nos invitaba, hace algún tiempo, a mirar la realidad con una mirada de fe, esperanza y amor: o sea, una mirada cristiana. Su libro sobre la Iglesia es un prodigio de aliento y confianza en Dios y en los hombres. Mirar la realidad con confianza, sin falsos espejismos, pero siempre en clave positiva. No amontonar tal cúmulo de “desafíos” que terminemos exhaustos, desilusionados y desalentados. Los retos hemos de encararlos de uno en uno. Y espabilando mucho, que la historia va que vuela, y la Iglesia siempre a paso de tortuga...
Pero, ¡ojo!, que el verdadero ateo puede estar oculto, hoy, en el corazón de muchos que se dicen religiosos y hasta católicos de toda la vida. Son los que, como Nicodemo, llamados a nacer de nuevo, dicen que ellos ya son viejos y no están para “volver al vientre de su madre”. O sea, para hacerse niños. Es el ateismo del desencanto. Cuando todos sabemos que sólo a los que “renacen cada día” se les revela Dios.
Eduardo de la Hera
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