Al mundo de hoy se le va la sangre por una vena que se le ha roto. Aunque más que una vena, es una arteria. Ustedes saben que una vena se puede arreglar; pero una arteria es más difícil. Cuando se rompe una arteria, se vacía el cuerpo de sangre, y la vida se escapa en un abrir y cerrar de ojos. Hay que actuar deprisa. Pensemos, por ejemplo, en el corte de la arteria femoral.
Si se nos quiebra la fe en Dios, vamos a una muerte segura. Dios es la gran arteria de nuestra vida. Y también de la vida del mundo.
Pero -¡atentos!- a Dios debemos buscarlo, hoy, no sólo desde las teorías filosóficas, no sólo desde las altas teologías académicas, sino sobre todo y siempre desde la experiencia y vivencia humanas. La fe es experiencia, no es una ilusión vacía. Quien con Cristo realiza la experiencia de pasar de la muerte a la vida, quien con él desciende al abismo de la cruz, sabrá de una vida plena, más allá de todas las muertes que nos amenazan “en este valle hondo y oscuro”, que decía Fray Luís de León.
He visto “Un monstruo viene a verme”, la última película de Juan A. Bayona. En la “peli”, se nos presenta a un niño solitario y traumatizado por la inevitable muerte de su joven madre. El mensaje de la película es este: un niño crece, se hace hombre, cuando asume la amenaza de la muerte, no mientras la ignora. Pero al niño de la película esto no se lo dice nadie, excepto un monstruo bueno que, de vez en cuando (y vestido de árbol) le visita para contarle historias. La última historia deberá contarla el mismo niño al asumir la muerte de su madre, afectada por un cáncer sin remedio. Sin embargo, en la película falta la trascendencia religiosa. Dios brilla por su ausencia. Y se nota.
La ausencia de Dios no es más que un fiel reflejo de lo que toda una generación, como la de Juan A. Bayona, está viviendo actualmente. Una generación despreocupada de la fe, que vive con los ojos cerrados a la verdad de la vida, pero con muchos de los traumas del niño que vemos en esta película.
Sin Dios como fuente, fundamento y fin de nuestras vidas, sin Dios como Vida en plenitud, no solucionaremos la muerte de los valores que hoy andan rodando por el suelo. Por eso la Pascua no es una ilusión. Mucho menos, un anacronismo. La Pascua es una experiencia. «Hemos pasado ¡ya! de la muerte a la vida porque amamos» (Cf 1ª Jn 3, 14). Y porque hemos descubierto a Dios que es Amor en plenitud.
Estamos, por tanto, llamados a experimentar el amor de Dios en el centro mismo de esta vida terrena nuestra: tan amenazada, tan precaria y mortecina. Él nos ha creado y en Cristo nos ha preparado una Vida plena y definitiva, que tiene su versión aquí y más allá. Ojala la Iglesia, hoy, sea ámbito de iniciativas y vivencias renovadas. Ojala la Iglesia sea cuerpo trasmisor de vida, generadora de anticuerpos y signo de esperanza. Restañadora y cauterizadora de las venas rotas por las que se le escapa la vida al mundo. ¡Buena Pascua, 2017!
Eduardo de la Hera
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