El día 1º de Mayo celebramos el Día Internacional del Trabajo. Es una jornada para recordar y hacer memoria agradecida de todas las personas que a lo largo de la historia gastaron su vida para crear unas condiciones laborales más justas y humanas. El 1º de Mayo sigue siendo hoy una jornada de manifestaciones y reivindicaciones obreras para denunciar la situación de precariedad en el trabajo y demandar unas mejores condiciones de vida para los trabajadores.
Para los cristianos celebrar el 1º de Mayo es celebrar la presencia amorosa de Dios en el mundo. Esta presencia de Dios se hace visible en cada rostro, en cada ser humano, cuando la persona es el centro y sujeto de la actividad laboral; cuando el trabajo sirve a las personas para desarrollarse, para ejercer la vocación para la que Dios le agració; cuando es capaz de crear vínculos sociales y de comunión con los compañeros; cuando se respeta la dignidad de cada persona y se garantiza una vida digna para el trabajador y su familia. Así entendido, el trabajo se convierte en un derecho y un deber que los gobernantes y los agentes sociales han de procurar. Este modo de entender el trabajo es también clave para entender la cuestión social, para comprender la justicia o la injusticia, las desigualdades, la pobreza de muchos o la riqueza de unos pocos.
En nuestra sociedad se han roto estas características que hacen de la actividad laboral una actividad humana y humanizadora. La persona ya no es el centro de la actividad laboral, es un objeto, una variable más dentro de la economía. Las consecuencias son dramáticas: paro, precariedad laboral, trabajos sin derechos, sueldos que no dan para garantizar una vida digna a las familias, aumento de los accidentes y enfermedades profesionales, trabajar más horas de las convenidas sin que sean pagadas, estar disponible las 24 horas del día en función de la producción, tener que emigrar porque el trabajo es una mercancía y se oferta allí donde es más rentable y no donde es más necesario. Consecuencias todas ellas, y otras muchas, que palpamos a nuestro rededor, que sufren muchos de nuestros familiares, vecinos, amigos.
En la Iglesia ante estas situaciones no puede mirar para otro lado, ha de vivir la caridad política construyendo unas relaciones laborales más humanas, más acordes con el Plan de Dios. Las Escrituras y la Doctrina Social de la Iglesia nos dan luz para avanzar por este camino. Los Evangelios están llenos de páginas que aluden a la noble tarea del trabajo humano. El mejor ejemplo nos lo da el mismo Jesús que vivió la mayor parte de su vida siendo el Obrero de Nazaret. La Encíclica Laborem exercens de San Juan Pablo II y la Encíclica Laudato Si del Papa Francisco, que sin abordar específicamente el tema del trabajo, sí lo incluye al ser un componente más de la vida social y del cuidado de la naturaleza, son dos buenas actualizaciones del Evangelio del trabajo para nuestro mundo de hoy. O como se afirma en la Gaudium et Spes diciendo que los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, son los mismos que los de los seguidores de Cristo.
Hay muchas personas en la sociedad empeñadas en un mundo mejor para los trabajadores. También la Iglesia se suma a este empeño desde la coordinadora “Iglesia Unida por un Trabajo Decente” en la que participan movimientos, parroquias, delegaciones eclesiales, y quiere ser una llamada a los cristianos a implicarse más activamente en trasformar la realidad. Toda comunidad diocesana está llamada a ser Buen Samaritano para el caído, excluido, herido, marginado de nuestro tiempo, que hoy tiene rostro de parado, de maltratado laboralmente.
Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC)
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