¡Feliz pascua a todos, hermanos! Después de haber celebrado en la Liturgia y en la religiosidad popular con las múltiples y bellas procesiones de las cofradías y sus bellas advocaciones la Pasión, Muerte y Sepultura de Jesucristo, ya vivimos la PASCUA DE RESURRECCIÓN.
«La resurrección de Jesucristo, el Señor, es lo que caracteriza a los cristianos», decía San Agustín a los fieles de Hipona. «No es alabanza de la fe la de los cristianos que creen en Cristo muerto, sino la de los que creen en Cristo resucitado. Porque en Cristo muerto creen los paganos».
Nosotros celebramos la muerte de Cristo, aquel que nos amó hasta el extremo, hasta derramar su sangre y morir por nosotros, pero creemos que su muerte fue un paso para la vida. Eso significa la palabra PASCUA: tránsito, paso. ¿Dónde terminó el paso de Cristo por esta tierra nuestra? ¿En un sepulcro, bajo la fría losa de una sepultura cerrada con una gran piedra? Muerto verdaderamente, atravesado su costado por la lanza del soldado, certificada su muerte por el centurión y por Pilato, enterrado por José de Arimatea, resucitó. Resucitar es levantarse de la muerte para no volver a morir jamás. Él vive, es el difunto que VIVE (Hech 25, 19) del que hablaba San Pablo. El amor de Jesús, fiel al Padre y compasivo hasta el fin con los hombres, especialmente con todos los crucificados de la historia pasando él mismo por los tormentos, las injusticias y la misma condena a muerte, es más fuerte que la muerte. El Padre con el Espíritu Santo, lo levantó de la fosa, y la resurrección es la firma de Dios a toda la persona, palabras y obras de Cristo. Dios, resucitando a Jesucristo, ha hablado y expresado definitivamente quién es el verdadero salvador, el que trae el Reino de la justicia, la verdad, la vida, la paz, la esperanza, y la alegría; solamente en Él está la verdadera plenitud del hombre, la felicidad que todos buscamos. El camino mostrado por Jesús es el único que lleva a la felicidad, a la dicha y bienaventuranza; no es camino engañoso, sino el que sacia los anhelos del corazón humano, el que no defrauda, que tiene futuro eterno. «¡No nos dejemos robar el Evangelio!» (Papa Francisco, EG, 97).
Alegrémonos por Cristo, por su triunfo; es Hijo del Padre y hombre como nosotros; pero alegrémonos también por nosotros mismos, por nuestro mundo: hay futuro, hay esperanza, hay felicidad eterna. «Te resucitará el mismo que te creó» (San Agustín). No sólo inmortalidad del alma, también resurrección del cuerpo, del hombre entero. «¡No nos dejemos robar la esperanza!» (EG, 86).
Alegrémonos siempre y en todo lugar, no porque nos vaya bien o mal en la vida, sino porque Dios está con nosotros, nos acompaña, nos sostiene, se ha comprometido y ha apostado por nosotros, nos ha amado y nos ama hasta hacernos sus hijos. «¡No nos dejemos robar la alegría evangelizadora!» (EG, 83).
Alegrémonos porque la resurrección de Cristo se realiza en nosotros, sí, pero vivamos bien, sigamos a Jesús, personal y comunitariamente, muera nuestra antigua vida mala y progrese a diario la nueva que nos da por su Espíritu, animémonos unos a otros día tras día a vivir así: «¡No nos dejemos robar la comunidad!» (EG, 92).
Alegrémonos siempre, pero, para que no sea una ilusión pasajera, un gozo efímero, vivamos como el Resucitado. Luchemos por lo que él luchó, sirvamos la causa a la que él sirvió obediente al Padre hasta la muerte. Luchemos por todo hombre, por el bien integral de todos los hombres y de cada hombre, por la salvación de la humanidad, por la alianza entre Dios y los hombres y entre los hombres entre sí. Comprometámonos con la causa del hombre y la mujer concretos, nuestra familia, nuestros vecinos del barrio o del pueblo, cercanos y lejanos, conocidos o desconocidos. Muchos están sufriendo un calvario y llevan su cruz solos; se llama paro, enfermedad, soledad, tristeza, pobreza material, fracaso, verse descartado, no querido, falta de perspectivas, dolor, separaciones, la sin razón para vivir, luchar y morir, sin amar ni sentirse amado; cuántos hay heridos con las tres heridas del poeta, la del amor, la de la muerte, la de la vida; muchos no se saben amados por Dios, no creen, ni esperan ni le aman... La Iglesia, cada miembro de la familia del Resucitado, tenemos que ser los testigos de la Pascua; hacer que nuestra sociedad sea pascual, que pase de la muerte a la vida, que se levante de su postración. «¡No nos dejemos robar el entusiasmo ni la fuerza misionera!» (EG, 80 y 108).
Contagiemos la alegría. Tenemos que ser apóstoles con el fuego e impulso del Espíritu Santo como María Magdalena; tenemos que ser los que, como el Señor en sus apariciones, salen al encuentro de los decepcionados de la vida como los discípulos de Emaús, los que no creen o dudan como Tomás, de los que tienen miedo y están cerrados como los discípulos en el Cenáculo, los que han perdido la esperanza porque no logran o pescan nada como los apóstoles en el lago. Proclamemos: Es verdad, ha resucitado el Señor, se ha aparecido a Simón Pedro, al escuchar su Palabra arde nuestro corazón y lo hemos reconocido vivo al partir el pan. Tenemos que salir al encuentro para ayudar a levantarse, sin dar nada por perdido, para que todos se abran a Jesús, el Resucitado, que nos ama. Hoy nos saluda a nosotros y a todos y nos dice: «ALEGRAOS» (Mt 28, 9), «PAZ A VOSOTROS» (Lc 24, 36; Jn 20, 19 y26), «TÚ SÍGUEME» (Jn 21, 22).
+Manuel Herrero Fernández O.S.A
Obispo de Palencia
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