El holandés Ruben L. Oppenheimer, ilustrador político de lápiz crítico, que añade en unos solos trazos una editorial tajante a la dura realidad, dibujó, el pasado miércoles, el cuerpo del pequeño Aylan Kurdi muerto en la playa y rodeado de un enjambre de «bla, bla, bla», que le oprimían más que la suave ola que le acariciaba el rostro.
¿Por qué los niños que sufren o mueren, aunque sólo en algunos casos, nos enternecen tanto el corazón? ¡Han pasado tantos niños muertos por nuestras retinas! No es necesario recordar mucho para sentir cómo nos conmovimos viendo agonizar en directo durante tres días y dos largas noches a Omayra Sánchez, que quedó atrapada en un gran charco que causó la erupción del volcán Nevado del Ruiz en noviembre de 1985, en la ciudad colombiana de Armero. Por aquel lodazal desfilaron todas las televisiones del mundo retrasmitiendo de una manera impúdica la triste agonía de aquella niña de 13 años.
A diferencia de los diarios europeos, los periódicos franceses no publicaron la foto del niño muerto (¿asesinado?) en la playa. Un diario de tirada nacional, de los nuestros, colgó en la web el vídeo del debate en su redacción para poner o no la foto de Aylan. Una de las muchas razones esgrimidas para colocarnos la impactante fotografía, era que: «es un niño que podía ser hijo de cualquiera de nosotros porque no está disfrazado de alguna etnia rara, está totalmente occidentalizado». ¿Es sólo por eso, por lo que nos ha tocado el corazón? Todo tipo de catástrofe ya sea producida por la sinrazón del hombre o por la imprevisible fuerza devastadora de la naturaleza se lleva consigo también infinidad vidas de niños. ¿Nos hemos olvidado que también se ahogaron la madre y el hermano de Aylan? El periodista Guillaume Goubert reflexionaba ante la negativa de poner la foto en su diario: «Se trata de intentar comprender, por qué todos los esfuerzos de información y de movilización -recordemos la visita del Papa a Lampedusa hace ya dos años- son insuficientes para modificar el terrible curso de las cosas. Son demasiados los que piensan que esto es una crisis pasajera. Pero este verano se ha impuesto la evidencia. La oleada de refugiados es tan inmensa que no se puede ni parar ni ignorar. Ahora más que nunca, es necesario informar, pero sobre todo actuar. El cuerpo de un niño nos impide reconstruir el muro de la indiferencia».
Es verdad, no estamos indiferentes, pero corremos el riesgo de actuar con la efusividad de la gaseosa agitada, para olvidarnos de todo al día siguiente. Tenemos muchas experiencias en este sentido porque somos un pueblo apasionado. Por eso, ante tanto redoble de conciencia, nadie, ni las instituciones políticas, ni las ONGs, ni las asociaciones humanitarias, ni la Iglesia, deben colgarse ahora las medallas de la dignidad. Vicente de Paul, el santo de los pobres, el revolucionario de las conciencias, decía: «la caridad no hace ruido, y si lo hace posiblemente no es caridad». Reconozco muchos rostros que desde las pequeñas aportaciones económicas y del voluntariado mantienen un buen número de personas y familias anónimas en su dignidad. Ellos nunca serán portada de ninguna publicación, ¡ni quieren serlo!
No dejemos sólo a las instituciones que trabajen a nuestra costa y así apaguemos esta desazón producida por el impacto de una imagen símbolo. Tampoco exijamos a los demás que pongan a disposición sus bienes sin que nosotros hayamos entregado algo de lo nuestro. No nos instiguemos unos a otros para ver quien lo hace más y mejor. No permitamos que nadie utilice su solidaridad como propaganda a favor de su clan. Cada persona, cada institución, cada asociación, ponga con libertad aquello que está en sus manos y puede sostener. Creo que este es el camino. Porque es necesaria la unidad, no podemos hacer distingos, ni ideologías contrapuestas, ni baja política ante el sufrimiento humano. Ahora es el momento de la solidaridad efectiva, de la compasión bien entendida y de la misericordia hecha dignidad.
He robado el título de este articulo a Blas de Otero, porque me vino a la memoria cuando leí el tweet que la ministra de Justicia francesa, Christiane Taubira, escribía el pasado jueves por la noche: «Su nombre tenía alas, su corazoncito ha debido luchar tan fuerte que las estrellas de mar le han trasportado a las orillas de nuestras conciencias». Quizás ya las palabras sobren.
Antonio Gómez Cantero
Administrador Diocesano
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