Hemos pasado un verano caliente. Más bien, tórrido. Con un sol implacable, del que ha sido difícil escapar. Pero también el estío ha sido pródigo en bombas incendiarias, y no sólo por las ya habituales llamas de los bosques...
Lo peor, quizá, de este verano han sido (están siendo) las muertes de emigrantes en alta mar, mientras buscan la tierra prometida. O los implacables accidentes de carretera. O esas personas que, de la noche a la mañana, se hacen famosas por sus crueldades.
En la ciudad viven -o sobreviven- personas invisibles, que de vez en cuando saltan a las primeras páginas de los periódicos o a las pantallas de televisión. Llaman la atención, un día, mientras la noticia es noticia. Pasada la actualidad, el suceso se olvida. Y otro suceso viene a ocupar su lugar. Mientras tanto, los espectadores y sufridores de telediarios vivimos horrorizados, pensando que habitamos en el peor de los mundos.
Llego a la conclusión de que las “noticias calientes y oscuras” son un mecanismo político, inducido desde fuera, bastante perverso, ante el cual por desgracia es difícil oponer resistencia. La gran ciudad primero esconde y luego expone al público sus vergüenzas. Sin piedad o con una falsa piedad se nos airea aquello que más sonroja de la especie humana.
Sin embargo, la imagen de Dios nunca se borra o desparece del alma de los desgraciados, de los miserables y ni siquiera de los asesinos. En todo hombre o mujer, aun cuando haya cometido un acto abominable, se da el deseo de ser acogido como persona y considerado como “alguien”, no como un “deshecho”. Cada historia humana es un misterio y exige el mayor de los respetos. Y pide siempre una oración.
¡La ciudad! ¿Qué sabemos nosotros del “vientre de la ciudad”? ¿Qué conocemos de los secretos que esconde el alma humana? Detrás de cada puerta, ¿qué sabemos lo que hay? ¿Qué encierran los callejones sin salida de algunos barrios marginales?
Émile Zola escribió en 1873 una novela titulada “El vientre de París”. Retrataba, en su naturalismo descarnado, el rostro de los anónimos personajes del mercado central de la capital parisina, el de las Halles. Víctor Hugo, con más piedad, hizo lo mismo en “Los miserables”.
Cuando asistimos a la imagen de lo peor, no estaría de más esta reflexión: También yo (de pensamiento, palabra, obra y omisión) contribuyo a que existan el bien y el mal.
Por el corazón de cada uno de nosotros -como decía Bernanos- pasa la frontera del bien y del mal. Ninguno debe sentirse con derecho a juzgar a los demás. Sólo estamos llamados por Dios al deber de mejorarnos a nosotros mismos.
Los medios de comunicación nos hacen siempre “espectadores” del mal, como si el mal sólo afectara a los otros o a ciertas situaciones que nada tienen que ver con nosotros. Sin embargo, todos somos “actores” y, tanto en el mal como en el bien, nuestro comportamiento tiene una influencia sobre los demás que nos sobrepasa.
Con frecuencia, es verdad, nos quejamos de la contaminación del aire, irrespirable en ciertos lugares. Todos hemos de mantener limpia la ciudad ¿Pero quién se preocupa de la contaminación del espíritu humano? ¿Esa contaminación que consigue que nuestros rostros, cada día, sonrían menos, se tornen tristes, airados e indiferentes?
Y es que el vientre de las grandes ciudades (y no tan grandes) a veces da a luz o engendra auténticos monstruos. No miremos para otro lado. Esos monstruos son también hijos nuestros.
Eduardo de la Hera
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