viernes, 18 de septiembre de 2015

Vienen con la noche a cuestas

El problema de los refugiados (mayormente, el de los desplazados sirios) puede analizarse desde muchos puntos de vista. Otros con más competencia que yo lo están haciendo. Os remito a ellos. Yo aquí sólo me referiré al problema humanitario y de calado cristiano que se nos presenta. Y comentaré algo desde la doble vertiente: desde ellos mismos (los que vienen) y desde nosotros (los que recibimos o acogemos).

Visto el problema desde ellos, uno tiene la impresión de que “vienen con la noche a cuestas”. Salen de su país porque están amenazados. Tres son las amenazas que se ciernen sobre sus cabezas: la guerra, el hambre y el caos social o político. Huyen porque tienen miedo y carecen de todo. La violencia terrorista del autoproclamado Estado islámico les ha arrebatado lo que tienen. Encima, las mafias, que “mal-organizan” su éxodo, les arrebatan los ahorros. Atrás quedan los que no pueden contarlo, porque han sido degollados, como san Juan Bautista. Les han cortado literalmente la cabeza. Estamos viendo lo que sucede no solo en Siria, también en otros lugares. Han aparecido unos fanáticos barbudos “cortacabezas”. Un terrible y siniestro califato.

Vienen huyendo de la noche; traen a sus mujeres y niños. Caras angelicales, ojos abiertos de sorpresa. Comen lo que se les da o se les arroja desde una mesa (¡qué vergüenza lo visto en Hungría!), y ¡hala, a seguir caminando como pueden con los pies sangrando! 

Veamos ahora el problema, desde nosotros. ¡Qué duda cabe que el pueblo llano y sencillo es bueno, y quiere mostrarse solidario! Cuando hay una emergencia (y esta lo es), el pueblo se vuelca. Todos sacamos lo mejor que llevamos dentro. Pero algunos dicen: “No explotemos el ‘buenismo’; seamos sensatos, cautos, precavidos...”. ¿Y si se filtran terroristas? ¿Y si se cuelan delincuentes? ¿Y...?

Siempre habrá riesgos; confiemos que se reduzcan al mínimo. Pero hay algo más que preocupa a mucha gente. Me lo decía una buena señora: “En un país, como España, con 4.000.000 de parados entre los que están mis hijos de 25 y 22 años y mi marido con 62, ¿nos atrevemos a recoger asilados?”. Otros dicen: “¿No estaremos cavando una fosa para ellos y nosotros?”. “¿Cómo entendernos con ellos?”.

Entre los que vienen, hay cristianos; otros son sensatos y respetuosos, no como aquellos de los que huyen, que sólo saben utilizar el nombre de Dios para sembrar el campo de cadáveres. En fin, se mezcla el deseo de ayudar con un cierto temor ante lo desconocido.

Mientras tanto, aquí estamos nosotros, todos, ante una emergencia. Hice una escapada a Roma este verano, y escuché en vivo y en directo el “apello” (llamamiento fuerte) del Papa Francisco ante una multitud en la Plaza de San Pedro: «Ante la tragedia de decenas de miles de refugiados que huyen de la muerte, el Evangelio nos llama a ser “prójimos” de los más pequeños y abandonados. No vale decir sólo: “¡Ánimo, paciencia!...”. La esperanza cristiana es combativa. Que cada parroquia, comunidad religiosa, monasterio, cada santuario de Europa acoja a una familia, comenzando por mi diócesis de Roma...».

La caridad, aquí y ahora, tiene rostros concretos. Sin olvidar a los más cercanos, acojamos también a los que vienen con la noche a cuestas y con el incierto día de mañana temblando, como un pájaro herido, en su asustado y agradecido corazón.

Eduardo de la Hera

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