Ante la Semana de Oración por la Unidad
Todos los años, cuando llega el mes de enero, recordamos el problema de la unidad de los cristianos. Del 18 al 25 de este mes de enero celebramos un Octavario de oración y sensibilización por la unidad de las Iglesias. Lo celebramos en los cinco continentes. Desde los países escandinavos del norte de Europa hasta Johannesburgo, en Sudáfrica. Aunque no siempre se coincida exactamente en las mismas fechas. Pero el empeño es el mismo: el vivo deseo de alcanzar la unidad querida por Cristo y rota por las ambiciones y otros pecados de los hombres.
Tal vez, más de uno reciba esta llamada con un cierto recelo o escepticismo. ¿De verdad los cristianos aún desunidos queremos la unidad? ¿Y trabajamos por irla realizando? ¿O cada uno (ortodoxos, protestantes, anglicanos, católicos) vive atrincherado en sus irreconciliables posiciones? Es mucho el camino de reconciliación que hemos ido haciendo en los últimos 50 años. Sobre todo, desde el Vaticano II hasta hoy. Y a punto de alcanzar el 50 aniversario de la apertura del Concilio, hay que seguir en la brecha sin retroceder un palmo.
El lema de este año, 2012, consensuado en un encuentro tenido en Polonia por diversas Iglesias, pregona el triunfo de Jesús sobre la división. En él esperamos una transformación realizada ya, pero todavía no consumada. La victoria de Jesús sobre la muerte (la división es muerte) nos ha transformado y reivindica una permanente reconciliación.
Sabido es que Jesucristo quiso a los suyos unidos en una misma familia. En el Nuevo Testamento se recoge la voluntad decidida del Maestro de que sus discípulos sean uno, «para que el mundo crea» (Jn 17, 21). Y Pablo en Efesios dice: «Sólo hay un cuerpo y un espíritu, como también una sola esperanza, la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos» (Ef 4, 4-6). El libro de los Hechos testifica que los primeros cristianos intentaban vivir esto: tenían «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32).
Y, sin embargo el oleaje de diversos acontecimientos históricos, enmarañados, encrespados y la larga y accidentada travesía por una historia dos veces milenaria, han hecho crujir a la barquilla de Jesús, hasta el punto de que se ha resquebrajado a babor y estribor.
La división, por tanto, es un atentado contra la esencia misma de la Iglesia. La unidad pertenece a la entraña de la Esposa de Cristo. No es un sobreañadido estético, meramente accidental o prescindible. La unidad es la primera propiedad constitutiva de la Iglesia. Hasta el punto que la Iglesia del Señor no sólo es “una”; es, también, “única”.
Porque es “una” excluye toda división interna. «Cristo no está dividido» -dice S Pablo. Y porque es “única” no caben en ella muchas iglesias independientes o autosuficientes, separadas o paralelas. En la Iglesia de Jesucristo puede haber iglesias diversas, plurales, como plurales son las culturas en las que los cristianos han hecho sus históricas raíces; pero nunca debemos defender Iglesias múltiples, independientes, separadas unas de otras. Por tanto, una sola es la Iglesia de Jesucristo.
Es verdad que, en menos de un siglo, el movimiento ecuménico ha realizado el milagro, si no de la unidad completa, sí el de la convergencia en muchos puntos doctrinales históricamente controvertidos y, tal vez, lo que es más importante, ha creado un nuevo clima de diálogo y colaboración que nos parece ya irreversible.
Hay que recordar constantemente que, por encima de las dignidades eclesiásticas, por encima de las competencias de esta o aquella autoridad, la Cabeza de la Iglesia es Cristo. Por encima de las piedras más nobles, aunque sean muy antiguas , muy históricas, Cristo es la Piedra Angular del edificio. Él es el arquetipo de la unidad en sus más diversas manifestaciones. En él están los planos de la reconciliación de las Iglesias: más aún, de toda la humanidad reconciliada. Por encima de toda autoridad, por muy legítima que sea, Él es el único Pastor: el pastor de toda la grey y el pastor de los pastores. Pastores y pueblo de Dios, cuando se reúnen, lo hacen siempre en nombre de Cristo. Y nunca “en nombre de otros nombres”, por muy importantes que estos sean.
Permitidme una última observación: No hay por qué imponer nada, que no sea esencial. Respetar las distintas y variadas tradiciones doctrinales, disciplinares, sin caer en descalificaciones mutuas. El Concilio habló de una “jerarquía de verdades”. Respetémosla con todas las consecuencias para la unidad. Esto quiere decir, retornar a las fuentes. ¡Ninguna novedad! Lo dijeron, en su momento, teólogos como Ratzinger (hoy, Papa Benedicto XVI) que en esto coincidía con las tesis moderadas de teólogos como Heinrich Fries y Karl Rahner.
Así que Cristo es la fuente misma de la unidad. Pero también lo es de la diversidad, algo importante que debe ser tenido muy en cuenta al hablar de ecumenismo. No se debe imponer una uniformidad a todas las Iglesias. Deben respetarse las distintas tradiciones cristianas en lo que ellas tienen de legítimo. Es algo que, poco a poco, vamos comprendiendo y haciendo.
La clave estaría, tal vez, en unas iglesias “unidas”, sí, pero no “absorbidas”. Unidos no es lo mismo que “fusionados”. Unidos, pero respetando toda la variedad y riqueza doctrinal y litúrgica que pueda y deba ser respetada. Para que nadie perciba la unidad como una “invasión” de unas Iglesias por otras.
La oración compartida es necesaria en el camino ecuménico. La oración sigue siendo el corazón que late fuerte en toda esta difícil singladura. La unidad de los cristianos pasa por el meridiano imprescindible de la plegaria en común: una oración perseverante, intensa y compartida. El ecumenismo en buena parte es oración y habita en la oración. Para esto llega con su llamada urgente la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos.
Eduardo de la Hera Buedo. Delegado Diocesano de Relaciones Interconfesionales.
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