martes, 18 de junio de 2013

Ser el primero

No hay más que encender la radio, la tele, leer la prensa...: asistimos a un espectáculo que resulta desolador. El país parece descomponerse y buena parte de nuestros representantes democráticos (en todos los partidos) pecan de incompetencia, de desidia, a veces de prepotencia. Sabemos que no es fácil resolver ciertos problemas, que incluso con buena intención no existen varitas mágicas... No obstante las soluciones nunca llegan del fanatismo, de la descalificación, del “tú más”. Jamás ha ocurrido así; a lo sumo el fuego provoca más hogueras.

Sin embargo estas “Palabras en la arena” no quieren centrarse en lo negativo, en lo que tantas veces hacemos mal (y digo “hacemos” porque los de “a pie” nos adherimos a ciertas opiniones o desechamos otras dependiendo de quien las diga, y entramos en el circo mediático que nos generan sin ninguna actitud crítica). Digo que vamos a centrarnos en lo positivo, en esos ciudadanos (y cristianos) que no confunden fe con “seguidismo ciego”, que valoran su conciencia y están abiertos a cambiarla con humildad, a la escucha de la verdad... venga de donde venga. Esta es la actitud que construye Democracia (con mayúsculas), y también el Reino de Dios.

Jesús nos dijo: «quien quiera ser el primero, que sea el servidor»... y cuánto nos cuesta pasar por esa cruz que supone “ser el último”. Desde abajo se ven las cosas mejor, desde el escozor de la derrota. Pero ni en la política ni (a veces) en nuestra Iglesia atendemos a esa llamada. ¿Por qué? Porque también “somos del mundo” y en el orbe circula otra lógica, la de “quedar por encima”, y de ella no se libran ni los debates.


  • Hacer las cosas bien significa olvidar “tener la razón”. No quiere decir que no estemos orgullosos de nuestra verdad, la de Cristo, pero tratar de imponerla no nos acerca al Evangelio; al contrario, provoca desdén. Jesús nos enseñó que la autoridad se demuestra en el ejemplo (lavatorio de los pies); entre un puesto en el Sanedrín y otro en la cruz eligió lo segundo.

  • Hacer las cosas bien significa “acercar posturas”, no incrementar las diferencias. La crisis ha abierto heridas mal cerradas; es una oportunidad para curarlas entre todos, no para agrandarlas. La política como rencor y crispación no tiene cabida.

  • Hacer las cosas bien significa “respetar”. Respetar, sí, eso que tanto tenemos en la boca y tanto nos cuesta. No supone dar cabida al error, no es cierto que todas las opiniones sean iguales. Para no confundir democracia con relativismo debemos aprender a escuchar. Es más fácil que te escuchen y valoren si tiendes la mano, si ofertas la misma moneda. Si nuestra primera palabra va a ser de condena, mejor callarnos.

  • Y por último, hacer las cosas bien significa que lo importante es la felicidad del otro, no “querer llevarlo al huerto”. Me explico: querer que el otro sea “de los míos” a toda costa se enmarca más en prácticas mercantiles que en las cristianas. Jesús siente tristeza por el joven rico, pero no por ello cambia su oferta.

Bueno, tan sólo es una muestra. Las cosas pueden funcionar de otro modo, al estilo de Jesús. Y eso depende de cada corazón humano. Cuando la práctica del amor se pone en marcha no hay quien pueda rechazarla, cristiano o no... salvo que pertenezca a las “tinieblas”, al lugar donde gobierna la lógica del “yo primero” (sin importar bajo que siglas).

Termino con algo que leí no hace mucho, para sacar conclusiones: «Mucha gente confunde valor con valía, y peor, valentía con falta de escrúpulos. Así, se admira a los “trasgresores” de la moral y se llama “esclavos” a quienes la respetan. De modo que tenemos gente buena “apartada” y gente mediocre en puestos principales. Tales son los síntomas de una sociedad decadente: el desprecio a la cultura, la muerte de la ética (de cualquier índole) y el olvido de toda razón que no sea la del poder».

Asier Aparicio Fernández
Pastoral Social

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