“Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol: Jueves santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión”. Esto se decía antes cuando esos días eran festivos también civilmente, pero las cosas han cambiado.
Lo que no ha cambiado ni puede cambiar es el hecho de celebrar al Señor Jesús que el Jueves Santo, antes de ser entregado y padecer, se sentó a la mesa, y entregó su Cuerpo en el pan y su Sangre que iba a ser derramada en la cruz como señal de la Alianza nueva para el perdón de los pecados en el vino, lavó los pies a sus discípulos, en la sobremesa les habló al corazón con palabras eternas, oró al Padre como Hijo y Hermano, prometió el Espíritu de la Verdad y les dio en mandamiento nuevo de amaos como Yo os he amado.
Lo que no ha cambiado ni puede cambiar es que los cristianos comamos y bebamos en la mesa del Señor con acción de gracias y bendición para asimilar y ser lo que recibimos haciéndose vida de nuestra vida, estilo personal y colectivo. Y pasearemos el día del Corpus al Señor por nuestros pueblos y ciudades, movidos por la fe, para llevar a todos la buena noticia de que sólo en Él, con Él, por Él, tras Él, no contra Él, la sociedad tendrá sabor de casa familiar, con olor y sabor de pan partido y compartido y alegría de fiesta fraterna y eterna.
Lo que no puede cambiarse ni podemos ni debemos olvidar que sólo este camino, el de derramar la sangre y entregar la vida por amor es la clave para cambiar el mundo, para ascender con Cristo a la gloria, para un auténtico progreso que nos impulse hasta el cielo, realizando así el sueño de Adán y Eva, ser como Dios; nuestros padres quisieron alcanzarlo por el camino de la soberbia, la negación de Dios, la autosuficiencia, cuando el único camino para la Vedad y la Vida sino el camino de Jesús, es seguirle a Él, ser auténticos discípulos misioneros.
Acabamos de celebrar el día del Corpus Christi, del Cuerpo y de la Sangre del Señor, nos recuerda, convoca y provoca a ser y hacer Comunidad. El lema lo dice bien claro: “LLAMADOS A SER COMUNIDAD”. Así lo somos porque Dios que es amor y fuente de vida por amor, así nos ha creado: «hombre y mujer los creó... No está bien que el hombre esté sólo... creced y multiplicaos». El gran pecado de Caín no es sólo matar a Abel, sino el no reconocer a Abel como hermano. El romper con Dios, el odio, la envidia, el desamor lleva a no entendernos, destruirnos, hacer del mundo una Babilonia. Pero Dios no desiste de su plan: hacer la nueva Jerusalén, ciudad de paz, la Esposa de su Hijo. Tendió su mano y prometió la victoria allí mismo donde se manifestó la derrota; en Abrahán, el amigo de Dios, comenzó la promesa de bendición que se realizó en el fruto bendito de las entrañas de la nueva Eva, María, que lleva por nombre Jesús, Dios salva.
Todo el empeño de Jesús podría resumirse en reunir a los hijos dispersos, los hijos de Padre que se alejaron de la casa familiar en busca de aventuras desdichadas, para hacer fiesta, la fiesta de la reconciliación, de la diversidad reconciliada. Por esto y para esto nació Jesús, vivió, compartió la vida, curó, alimentó, predicó; fue incomprendido y por eso murió por amor entregándose todo en la cruz para, con los brazos abiertos y llenos de sangre, abrazar a todos, perdonar a todos, resucitar a todos e invitarnos a vivir como hijo y hermanos, y, movidos por el amor que ha derramado en nuestros corazones por su Espíritu, poder decir a Dios: ¡Papá!
Esto es lo que vivieron los primeros cristianos, con sus fallos, hasta poder decir de ellos que el grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma: perseveran en las enseñanzas de Jesús, trasmitidas por los apóstoles, en la comunión fraterna, en el partir el Pan del Señor -la Eucaristía- y en las oraciones, nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo que poseían todo en común... entre ellos no había necesitados. Y salían de sus lugares de reunión dando testimonio con la palabra y la vida con mucho valor y se les miraba a todos con agrado (cfr. Hech 2, 42-47; 4, 32-35).
Esto es lo que nosotros tenemos que vivir en cada parroquia, en cada pueblo, en cada ciudad, en cada continente, en el mundo entero. Esto es lo que es y debe ser las parroquias, las unidades parroquiales, las Iglesia particulares: comunidades para hacer comunidad universal. Esto es lo nos pide la Iglesia de Palencia a través de Cáritas: abramos la mente, el corazón y las manos, cuanto somos y tenemos, también los bienes materiales, para hacer comunidad, unidad común, familia de hermanos. También nos recuerda la iglesia que esto es responsabilidad de todos, tarea común. Así nuestros días y nuestras vidas relucirán más que el sol.
Agradezco a todos los que trabajan y colaboran en Cáritas y con Cáritas su labor desinteresada y sacrificada e invito a todos a colaborar generosamente con Cáritas.
+Manuel Herrero fernández, O.S.A
Obispo de Palencia
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