Es fácil proyectar sobre Dios nuestras pulsiones. Podemos hacer un dios a nuestra imagen y semejanza con relativa facilidad. Manipular el santo nombre de Dios en beneficio propio o de nuestra tribu es tan viejo como la manifestación del propio Dios a la humanidad. Por eso, Dios mandó escribir a Moisés: «No tendrás otros dioses fuera de mí» (Ex 20, 3).
Los últimos acontecimientos de París (el asesinato en nombre de Alá de casi todo el consejo de redacción de una revista) ponen en evidencia las crueldades que, una vez más, se hacen en nombre del Dios de dioses.
Un zoólogo keniano, Richard Dawkins, puso en circulación hace unos años un libro titulado “Dios, un delirio”. Su tesis, más allá del ateísmo militante de su autor, viene a decir esto: hay una estrecha conexión entre violencia y religión. Y la despectiva acusación que él esgrime, al lado de otros neo-ateístas, es esta: judaísmo, cristianismo e islamismo van estrechamente unidos a la violencia. Precisamente, porque su Dios es excluyente les es muy fácil a los creyentes monoteístas sacar el látigo, el fusil o la bomba y arremeter contra los que no comparten su religión.
Podríamos narrarle a Dawkins todos los asesinatos, purgas y persecuciones llevados a cabo históricamente en nombre del ateísmo. Solo Stalin mató, desterró y silenció a creyentes por ser creyentes. Lo veía como una exigencia de la revolución rusa.
Dios no mata. Es verdad que la Biblia es un libro sangriento; pero, para entender bien la Biblia, se nos invita a comprender su lenguaje, a sopesar la situación por la que atraviesa el pueblo de Dios en cada momento y a utilizar una buena hermenéutica.
Los cristianos, aunque históricamente también hayamos caído en la trampa de matar en nombre de Dios (inquisiciones, cruzadas, razones políticas) podemos decir muy alto que Jesucristo desarmó las imágenes violentas de Dios. Dijo «Dios es Amor» (o Abbá).
Dios es Dios de vida, no de fusiles ni metralletas. Dios es Dios de paz, hasta el punto de mandarnos poner la “otra mejilla”, que quiere decir no reaccionar contra la violencia con más violencia. Más aún, el Dios de Jesús nos pide finura en el trato con las personas. Nos dice que es preferible la pedagogía de la paciencia activa antes que cortar por lo sano y eliminar por las bravas al adversario.
Ojo, con lo que hacemos. No nos es lícito emplear el nombre de Dios para vencer en nuestras guerras, sacralizar nuestras dominaciones, disfrazar de honestidad nuestras particulares venganzas.
Habría que hacer un recuento de la violencia infiltrada en nuestras relaciones diarias. Hago la propuesta catequística: “Muchachos, coged un bolígrafo, y escribid aquellas situaciones de vuestra vida en las que empleáis la violencia -de palabra u obra- en nombre de vuestro yo idolatrado”. Tal vez nos sorprenderíamos de cómo educamos a nuestras inocentes criaturas.
Nuestro Dios es un Dios desarmado. La cruz de Jesús revela esto mismo. Es hora de revisar urgentemente la conexión entre fe y cierta religión. Hay quien dice que hemos construido sociedades y comunidades eclesiásticas donde hay mucha religión y poca fe.
Entremos en el interior de ciertos sistemas económicos, ávidos de ganancias y de poder: ¿Qué dios maldito se ha colado en ellos? ¿En nombre de qué religión atea actúan?
La fe cristiana proclamará siempre a Dios como el Dios de la vida, de la dulzura y del respeto a todos.
Eduardo de la Hera
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