Remigio había estudiado medicina, pero no pudo terminar porque comenzó a ver enfermedades por todas partes. El muchacho con 23 años se miraba la lengua en el espejo tres veces al día y siempre veía síntomas de lo que él llamaba la “amenaza grave”. La “amenaza grave” solo estaba en la imaginación de Remigio; pero parecía que el espejo le necesitaba a él y él necesitaba del espejo para seguir alimentando sus aprensiones.
Un día, le dijo a su madre: “Mamá, me duele persistentemente un costado”. La madre, que se llamaba Serotina, no se alarmó, porque conocía a su hijo de sobra. Le mandó recostarse en el sillón verde del comedor, y le palpó rutinariamente: “¿Ves, Remi? No tienes nada. Ese dolor persistente, que dices tú, viene del cinto del pantalón que llevas demasiado ajustado”... Remigio era, sin remedio, un enfermo de aprensión. Y, como decía Víctor Hugo de uno de sus personajes, era lo único que había conseguido estudiando medicina: hacerse más enfermo que médico.
Cuando en el verano había tempestad y amenazaba tormenta, Remigio se encerraba en su habitación y se tomaba la temperatura con un termómetro especial. Estaba convencido de que la electricidad ejercía una poderosa influencia magnética en el cerebro, y la salud del hombre se alteraba hasta el punto de aparecer la inevitable “amenaza grave”. Por otra parte, sin oficio ni beneficio, Remigio aprendía mucho vagabundeando por las calles de su ciudad. Sabía bien dónde estaban los mejores cafés, dónde servían la cerveza más sabrosa, y sabía también -¡cómo no!- dónde se reunían las chicas más simpáticas. Remigio progresaba mucho en el arte de andar muy ocupado en no hacer nada.
“Remigioooo” -voceba Serotina- “¿Por qué no coges un libro y lees?”. “Mamá, los libros solo sirven para atiborrar la cabeza y acortar la vista” -respondía Remigio, que aprovechaba (ya que estaba en casa) para mirarse otra vez la lengua en el espejo. “¡Qué desgracia de hijo!” -rezongaba la madre desde la cocina.
Me olvidaba decir que Remigio era exageradamente feo; pero tenía partido entre las chicas del barrio. Era divertido. Y siempre se las ingeniaba para “tomar algo” sin pagar nada. Como nunca tenía dinero...
Remigio, en religión practicaba lo que llamaba el “escepticismo moderado”. Según él había que creer un poco en todos los dioses, para terminar no creyendo en ninguno. Sólo había una cosa cierta: el provecho propio. “Lo del progreso es una tontería” -decía Remigio. “Aquí en este mundo sólo progresan los mismos”. Y estas eran sus convicciones más fuertes.
Ocurrió que, un día, Remigio se enamoró de una chica fea como él, pero graciosa y trabajadora. Y todo cambió para él. Volvía a casa más contento. Ya no se miraba la lengua en el espejo. Tanto, que Serotina, asombrada, decía: “A este chico, ¿qué mosca le habrá picado?”. Le había picado la mosca del amor correspondido. Y Remigio se hizo chico formal. Ya sin aprensiones. Hasta se puso a buscar trabajo. Su chica le había dicho: “Remi, sin trabajo olvídate de mi”. De momento, Remigio trabaja unas horas en el restaurante de la esquina. Y a las ocho queda con su chica enfrente del casino. Ha prometido revisar sus convicciones religiosas, pero ya se verá. Los libros de medicina duermen olvidados en la estantería del comedor. Y doña Serotina les quita el polvo de vez en cuando con dedicación de madre. Además Remigio tiene un “whatsapp”, y está feliz porque habla con su chica todos los días.
Eduardo de la Hera
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