La Iglesia es santa y pecadora. En la Iglesia encontramos a Cristo que es santo; pero también palpamos nuestras miserias, pisamos el barro de nuestros pecados. ¡Y en ocasiones, Dios nuestro, en qué lodazales nos metemos!
Las paradojas de la condición humana son las mismas paradojas que afronta la Iglesia.
¿Quién duda hoy de que llevamos en nuestra carne la mordedura del pecado? ¿Quién se atrevería a arrojar la primera piedra contra nadie? Con frecuencia, como dice el Apóstol, vemos lo mejor y una fuerza casi irresistible nos hace ir detrás de lo peor. Nuestra condición humana es la de “caídos y redimidos”. Pero la redención no suprime el mal que hacemos y padecemos.
El mensaje de Jesús nos muestra un ideal exigente y hermoso de vida, que, vivido a fondo, hace santos, produce hermosas flores y frutos. Cristo devolvió toda la confianza a los pecadores arrepentidos. Y los santos también son pecadores. Digámoslo así, con rotundidad, porque, si volvemos a la estampita sansulpiciana del “santo con el lirio en la mano y los ojos vueltos hacia una nube”, mucho me temo que no vamos a tener más remedio que dar la razón a los que dicen que el cristianismo no es para este mundo.
El tesoro de la gracia -decía también san Pablo- lo llevamos en vasijas de barro. Vasijas que pueden romperse, agrietarse, desconcharse.
Cuando un vaso, aunque sea “vaso elegido”, se estrella contra el suelo, hace mucho ruido. Un ruido que no pasa desapercibido. Un ruido que aprovechan, para dar “tralla” a la Iglesia, los amigos de los escándalos, que hoy suelen andar por algunos periódicos y por las deslenguadas cadenas de la basura televisiva que padecemos.
Como miembros de la Iglesia, institución humana (y divina a la vez), pisamos barro, palpamos la oscuridad del mal. El mal es un virus del que sólo Dios se libra. Solo Dios es bueno. Más aún, Él es el Anti-mal.
Lo peor es que este barro se nos pega, tantas veces, a los pies que no nos deja avanzar. Nos ocurre como a las carretas de antaño que había que desatascar en los barrizales de los caminos no asfaltados. Es un barro este que hace que el cuerpo nos pese, avance poco y hasta amenace con hundirnos. Como los barcos aquellos que cruzaban el Misisipi, y que evoca tan genialmente Mark Twain en sus entretenidas novelas, cuando a veces, para poder navegar, los intrépidos aventureros debían arrojar lastre por la borda, si querían llegar al puerto. Así nos ocurre con el pecado en el viaje de nuestra vida...
¿Tendremos que escandalizarnos, por ello? ¿Tendremos que hacer ascos de la Iglesia, porque en ella resplandece la luz de su mensaje en el barro de sus ministros y de los bautizados? ¿Tendremos que refugiarnos en puritanismos hipócritas?
El puritanismo ha hecho más daño a la Iglesia y al evangelio que el pecado y el barro mismos. El puritanismo en aras del “sed perfectos”, niega o disimula lo evidente: que el tesoro de Dios lo llevamos en vasijas de barro.
Digámoslo de nuevo: Cristo siempre acogió a los pecadores, y se enfrentó a la hipocresía puritana de fariseos, propagandistas y aprovechados.
Por eso, cuando, a veces, hacemos ascos de la madre Iglesia y de su pecado, de sus arrugas de madre anciana, ¿no estaremos, tal vez, haciendo ascos, con una cierta hipocresía, de nosotros mismos?
Eduardo de la Hera
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