domingo, 16 de marzo de 2014

“Cantando rezos y rezando canciones”

Conversación imaginada con Eugenio Frechoso (q.e.p.d.)

Te aseguro, Eugenio, que en tu entierro no hubo “palco de manolas”. Esto del palco era una imagen muy tuya y la repetías en Cursillos de Cristiandad y en las homilías de la Catedral. Yo te tomaba el pelo y tú me replicabas que con demasiada frecuencia vamos para ser vistos, para que no nos pongan falta, más que para echar una mano o arrimar el hombro y celebrar juntos. A este afán de cultivar la propia imagen, aunque sea a costa de lo religioso, lo llama el Papa Francisco “mundanidad espiritual”. O sea que tenías razón.

Bajando del palco al ruedo, te encantaba describir las faenas del maestro Ordóñez; cómo paraba, templaba y mandaba, y, además, con la muleta en la izquierda. Nunca supe bien si te referías a una actitud vital de sosiego, o a la mano izquierda que se precisa para decir sin decir del todo y esperar mejor momento para decidir. Todas tus imágenes tenían su vertiente evangélica; por eso se pasaban en un suspiro las tres horas de tus “rollos cursillistas” de Sacramentos. Claro que no eras tú el que hablabas; era el Espíritu de Jesús y tú aportabas los dones que habías recibido; y, por eso, porque nada era tuyo, te postrabas ante el sagrario, antes y después, en compañía de los dirigentes, pidiendo la luz y la fuerza del Espíritu Santo. Sin Él, puro teatro.


Pero volvamos a tu funeral; todos estábamos en oración profunda, conmovidos por tu muerte repentina, precisamente cuando estabas ya iniciando tu rito anual de tomar los baños. Las “aguas” eran saludables para ti -imprescindibles nos decías- y la muerte te vino callada cuando estabas ya cerca de cumplir los ochenta y ocho años. Hasta el momento de tu muerte, te vimos paseando por las calles y plazas de Palencia. Eras un gran andarín y presumías de ello. Habías sido un excelente pelotari.

Estabas bien preparado para morir porque llevabas desviviendo y desviviéndote casi noventa años.
Amabas a la familia, a los sacerdotes, a los amigos más de lo que te permitías manifestar. Disimulabas tus afectos y sentimientos con una media carcajada que no era fácil interpretar.

Eugenio nació en Cisneros; hizo sus estudios eclesiásticos en el Seminario de León. Fue sacerdote en Saldaña, fiel colaborador del Párroco Don Benjamín. Atendió a la Acción Católica, fue profesor de Religión, ayudó a los religiosos y religiosas de Saldaña en su reciente llegada desde Alemania y trabó con ellos y ellas una gran amistad. Ya en Palencia, más clases, más Cursillos de Cristiandad, estudios en Roma, canónigo, deán, Secretario del Obispado y Vicario General; los obispo cambiaban, Eugenio permanecía. Fue Vicario Capitular, es decir, encargado de regir la diócesis desde la muerte de un obispo hasta la toma de posesión del siguiente. Hizo montones de amigos, acompañó espiritualmente a decenas de hombres y mujeres, fue consiliario perpetuo de un equipo de matrimonios ENS. Todo esto lo hacía compatible con multitud de tandas de ejercicios espirituales en España y más allá. Era infatigable porque su vida transcurría, según otra frase que también repetía, “cantando rezos y rezando canciones”. No era buen cantor; él se refería a otra música.

Cuando un cura se muere no deja propiamente un vacío, ni una estela que se desvanece con el vaivén de las olas, deja surcos sembrados con simiente que le viene dada por el Padre que es el Labrador. Eugenio no murió en soledad; era muy amigo de la Virgen. La piropeaba y decía de ella que era “peinadora de Dios”. A Eugenio le cuidaba María.

Ginés Ampudia

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