“Desgrasiaito el que come / el pan por la mano ajena; / siempre mirando a la cara / si la ponen mala o buena” -decía una copla popular.
Me pongo en la piel del que anda, mendigando “algo”, con la mano tendida a todas horas, y me pregunto: ¿Qué hay detrás de ese “algo” que nos piden?
“Dame algo” -dicen. Cuando vamos por la calle, y alguien, necesitado, frena nuestras prisas, no siempre ponemos la misma cara. La cara de ellos, sin embargo, siempre es la misma. O eso nos parece. Es como si el rostro y las manos de los que nos piden “algo” (“dame algo”) se parecieran un poco. Pero no, detrás de cada mano extendida hay una tragedia distinta. Nunca la conoceremos del todo.
Deberíamos, además, tener en cuenta que ni los rostros de los que dan, ni aquellos otros rostros de los que piden, son siempre iguales. Pero ni siquiera son los mismos a las mismas horas del día. Ni con la misma luz. En Navidad, el rostro del que da suele convertirse en un semblante más amable y dulce. Parece que lo impone el calendario. El que pide también sabe que llega Navidad, y grita un poco más fuerte.
Me pongo en la piel del que anda, mendigando “algo”, con la mano tendida a todas horas, y me pregunto: ¿Qué hay detrás de ese “algo” que nos piden?
“Dame algo” -dicen. Cuando vamos por la calle, y alguien, necesitado, frena nuestras prisas, no siempre ponemos la misma cara. La cara de ellos, sin embargo, siempre es la misma. O eso nos parece. Es como si el rostro y las manos de los que nos piden “algo” (“dame algo”) se parecieran un poco. Pero no, detrás de cada mano extendida hay una tragedia distinta. Nunca la conoceremos del todo.
Deberíamos, además, tener en cuenta que ni los rostros de los que dan, ni aquellos otros rostros de los que piden, son siempre iguales. Pero ni siquiera son los mismos a las mismas horas del día. Ni con la misma luz. En Navidad, el rostro del que da suele convertirse en un semblante más amable y dulce. Parece que lo impone el calendario. El que pide también sabe que llega Navidad, y grita un poco más fuerte.
Entre los que dan, hay rostros duros e indiferentes, rostros sospechosos, dubitativos, tristes. Y también los hay amables y compasivos, aunque no den nada. Y entre los que piden, encontramos rostros casi siempre cansados; por lo general, suplicantes; a veces marrulleros. Y no pocas veces, desesperados.
“Dame algo”. Echamos mano del monedero. Si tenemos unas monedas, soltamos algo. “Dame algo”. ¿Y qué hay detrás de ese algo suplicante? ¿Lo hemos pensado bien? Pero si nos paramos a reflexionar un poco, los desesperados seríamos nosotros. Así que acabamos por soltar unas monedas y nos largamos de prisa. Como si alguien nos persiguiera...
¿Quién está detrás del que nos pide en la calle? Casi siempre suele haber una vida rota, truncada, sin futuro. Una persona, a la deriva. Una familia, desestructurada, con la que no se quiere volver a entablar relaciones. ¿Hay mafias entre los que dicen “dame algo”? No lo sé. Pero, como suele ocurrir en los casos de explotación mafiosa, unos son los que mandan (casi siempre con amenazas) y otros los mandados. Los mandados suelen ser doblemente explotados. ¡Qué mundo, madre mía!
Es verdad, muchas veces pensamos qué es lo que hay detrás de la mirada del que suplica. Pero tenemos prisa, y no se lo preguntamos. Tal vez tampoco nos respondería. Los pobres piensan que a nadie importa su pobreza. A veces te ponen un aviso a los pies: “Pido, porque tengo hambre”. Otras te cuentan su historia en letra poco clara; pero como el “suplicado” tiene prisa, no se para a leer lo que dice el cartelito. Una vez, me encontré un perro, tan pobre como el dueño, que llevaba colgado del cuello el cartelito y la súplica. Por curiosidad me detuve a leer, y solté unas monedas. Tuve la impresión de que, tanto el pobre como el perro, me lo agradecieron con la mirada.
“Dame algo”. Madre Teresa decía que los pobres son más sensibles a la cara que les ponemos cuando pasamos a su lado, que a lo que les damos. Madre Teresa sabía un rato largo de pobres. Les había conocido de todas las edades y pelajes: niños y ancianos, limpios y sucios, sanos y moribundos. De una cosa estaba segura madre Teresa: Detrás del rostro del pobre siempre está el rostro de Cristo. Pero si partiéramos de aquí, la cosa empezaría a cambiar del todo. Y el “dame algo” se cambiaría en esto: “Compartamos algo”. Pan, monedas, mano tendida. O simplemente, una sonrisa...
O todo junto, que vale más.
Eduardo de la Hera
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