Cuentan que nuestro eximio escritor Miguel de Unamuno (vasco de nacimiento, aunque castellano en obras) estuvo gran parte de su vida obsesionado por un problema: la fe. Si desgranamos alguna de sus frases, descubrimos bien pronto lo ingrato de su tarea. Tratar de racionalizar un hecho tan sorprendente como la resurrección resulta a la vez absurdo e imperioso; sin ella no existimos como cristianos.
El autor de Del sentimiento trágico de la vida nos dice: «Así como antes de nacer no fuimos, así después de morir no seremos. Esto es lo racional. [...] Locura tal vez, y locura grande, querer penetrar en el misterio de ultratumba». O expresado de otro modo, que “la razón se suicida” ante el poder de Dios, el Único capaz de otorgar aliento. Aun así Unamuno prosigue: «Hay que creer en esa otra vida para poder vivir ésta y soportarla, y darle sentido y finalidad». Es decir, que aunque de modo individual no lo entendamos, la necesitamos, necesitamos creer en esa vida distinta; la simple “materialidad” no nos satisface.
¿Significa que para hallar el sentido debemos renunciar a “este mundo”, que para alcanzar nuestra auténtica identidad, la espiritual, hemos de despreciar “lo mundano”? Así nos lo enseñaron a veces, que había que “huir del mundo” y dar prioridad al alma. Y se reprochó al cristianismo (con razón) que vivía de espaldas a los problemas humanos, es más, que consistía en un “opio” para desatenderlos. Se nos olvida que ese mismo mundo fue creado por Dios, que lo que hay de pecado en él proviene de nuestro corazón. Por tanto se impone explicar las cosas bien con el fin de no caer en cómodos “espiritualismos”, para subrayar la fuerza arrolladora de nuestra resurrección “carnal”.
No hay maldad por parte del cuerpo y bondad por obra del alma, ambas cosas van ligadas. Cuando nuestro espíritu se regodea en la avaricia, el rencor... obliga al cuerpo a mostrar sus frutos. Ese cuerpo no aspira al amor, lo olvida, es “forzado a su tumba en solitario”. En cambio, si nuestras intenciones empujan nuestros actos al bien, esos mismos actos moldean un “modo de ser”. Dicho “modo de ser”, dicha identidad “conforme a Cristo” (en cuerpo y alma) es lo que nos hace eternos.
¿Entonces, no morimos? Morimos, en efecto, es un hecho; la tierra se traga nuestros huesos. No obstante Dios, que es el Señor de la vida, nos promete “un nueva carne”; no sabemos cómo será, pero creemos que se trata de un “Cuerpo Místico”, un Cuerpo común y universal de acuerdo con lo que fuimos... ajeno a la ambigüedad que nos incitaba al pecado.
Tal vez se entienda mejor con la Parábola del Banquete: todos y todas estamos invitados a las bodas del Hijo, en una mesa única y compartida. Sin embargo algunos rehusamos, o (se me ocurre imaginar) pedimos una “mesa VIP”, apartada de los otros asistentes. “No, por favor, no deseo sentarme con ese pobre, con ese parado, con ese inmigrante... Para mí, mesa aparte”. ¡No hemos entendido nada! ¡No hay “mesas aparte”! Jesús nos anuncia el Reino a todos/as, nos salvamos en común, “así en la tierra como en el cielo”. Nuestra actitud aquí nos prepara para ese Banquete, y resucitaremos cuando pertenezcamos al “Cuerpo Místico” del que Jesús es cabeza.
Termino con Unamuno. Su humilde cura, en San Manuel bueno y mártir, se comporta así ante la duda: «Al llegar a lo de creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable, la voz de don Manuel se zambullía como en un lago, en la de todo el pueblo». Y pienso: ¡menos mal que a los mediocres nos salva esa gente de Iglesia (y de fuera) que con su compromiso “mundano” vocea por nosotros! ¡Qué sería de nuestro silencio! Que se lo digan a los que comen gracias a ellos, a los que luchan por la justicia (más allá de leyes arbitrarias), a los que mitigan la soledad y el desaliento... Ellos anticipan el Banquete, las “bienaventuranzas”; expresan la “resurrección de la carne”. ¿Y yo, dónde quiero sentarme?, ¿deseo unirme a ese “Espíritu”?
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