El nuevo Papa Francisco nos ha dicho a los sacerdotes, en una de sus intervenciones más importantes, que los curas no perdamos nuestra propia identidad de pastores con “olor a oveja”, y que huyamos de ser simplemente “coleccionistas de antigüedades o de novedades” (según los gustos). Si yo he entendido bien al Papa, nos pide a los sacerdotes que cuidemos el contacto directo con las personas corrientes. O sea, que, como “buenos pastores”, conozcamos y participemos de los dolores, sudores y hasta “olores” de la gente del pueblo. Hasta aquí, todo claro y no demasiado novedoso.
Pero ahora vienen las dudas, a la vista de las distintas sensibilidades, posturas y opciones eclesiales que unos y otros tenemos. Y a la vista, también, de lo que el rebaño (según el color de cada aprisco) pide y espera de sus pastores.
Miren (y no lo vean como una queja) el problema de la presencia activa de nuestros curas en los distintos ámbitos pastorales se agudiza cada día más. Por la sencilla razón de que los curas cada vez somos menos y más mayores. Hay un evidente desequilibrio entre los que fallecen y los que se ordenan presbíteros. Los años acarrean cansancio: cansancio físico y, en no pocos casos, cansancio pastoral. Comprensible, ¿no?
Luego, tenemos las exigencias de los que le piden al cura, como en la “dorada época de cristiandad”, muy dispares atenciones o servicios: cultuales, asistenciales, catequísticos, devocionales... hasta les piden subir al tejado de la iglesia a arreglar una gotera. Al cura se le dice: “Debes estudiar un poco cada día, no olvides tu formación permanente”. Pero, ¿cómo hacerlo, cuando llega roto a casa, después de haber visitado los pueblos de la feligresía, y al día siguiente debe coger de prisa el utilitario para ir corriendo a la enésima reunión arciprestal? Y, encima, los médicos le recetan que pasee, porque su corazón anda débil y hay que fortalecerlo, moviendo las piernas...
Por supuesto, que el “olor a oveja” es, dentro del género, no de los peores olores. El olor a oveja conlleva el olor a espliego y romero, a hierba verde y a todo lo más auténtico del campo. Pero no es fácil, no. Entre otras cosas, porque, si dejamos a un lado la poesía bucólica, las ovejas (vivan en el campo o en la ciudad) también huelen mal, sobre todo cuando se les pegan los barros y abonos de los establos. Algo de lo que, por añadidura, participamos los pastores, que no siempre olemos a colonias de tocador.
Decía el escritor francés Bernanos, en el “Diario de un cura rural”, que una parroquia debe ser necesariamente sucia porque en ella hay de todo: santos y pecadores. Me acuerdo ahora de un ilustre eclesiástico que, cuando pasaba a tu lado, dejaba el rastro largo y profundo de una fragancia que a mi, entonces, me parecía “esencia francesa”. Oler bien puede ser hasta caritativo. Sin embargo, lo peor de este eclesiástico no es que oliera bien; es que sus homilías olían a naftalina y a perfumes de otros tiempos. La gente le escuchaba, pero no le entendía.
Bueno, iba diciendo que a los curas (hoy con bastantes años a sus espaldas) se les pide, no pocas veces, ejercicios camaleónicos en su vida pastoral: unos les piden oler a incienso y otros, a establo. Unos, que conecten con los jóvenes y otros, que se entiendan con los abuelos. Ello ha traído que no pocos sacerdotes, cansados de tantas voces dispares, hayan optado por ir a su aire. Bien es verdad que los curas avisados y cautos han elegido estar más atentos a la voz del Espíritu que a la algarabía de ciertos apriscos.
En todo caso -lo ha dicho bien el Papa Francisco- el “olor a oveja” es un rastro que, hoy y siempre, lleva al pastor en la buena dirección del anuncio del evangelio.
Eduardo de la Hera
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