lunes, 23 de junio de 2014

“Materializar” el Espíritu

«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. (...) Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. (...) Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo» (Carta a Diogneto Cap. 5-6).

Este texto fue redactado en Atenas hacia fines del siglo II dC; pertenece a lo que llamamos literatura apologética, o lo que es lo mismo, escritos de los primeros cristianos que trataban de explicarse en un mundo hostil. De él llama la atención su definición de la fe, en especial la última frase: «los creyentes somos al mundo lo que el alma al cuerpo». Una afirmación explícita y fácil de entender, de la cual se hace eco también el Concilio Vaticano II; con ella concluye el capítulo IV de la constitución Lumen Gentium, el dedicado a los laicos dentro de la identidad total de la Iglesia.

¿Qué decir hoy? ¿Cambia en algo el Discurso a Diogneto? No en cuanto a la tensión subyacente, sí el significado de sus palabras. El cristiano, como afirmaría san Agustín, pertenece a “dos ciudades”. Sin embargo, estas dos moradas no son el cuerpo y el alma, o la tierra y el cielo (entendidos como elementos irreconciliables). Visto de este modo, sólo podemos trasmitir lejanía. Hora es ya de decirlo: ¡el cristiano se siente a gusto en su carne, apasionado por este mundo...! ¿Cómo no iba a estarlo si ambos le fueron dados por Dios como regalo? Detestarlos resultaría una muestra grave de ingratitud.


Pero en la Biblia, anterior al platonismo, se otorgan dos significados distintos a dichas palabras debido a su ambigüedad. La carne es santa cuando vive para el amor («serán una sola carne»), pero se vicia cuando vive para sí misma, de modo egoísta («vivir según la carne»). Lo mismo pasa con el alma, que si brota del “aliento divino” genera vida, pero si se corrompe y se pierde «de nada sirve aunque gane todo el mundo». Ambos, cuerpo y alma, corren la misma suerte, ya que no hay distinción. De igual modo ocurre con el mundo, que es bondad en cuanto obra de Dios («vio que todo era bueno»), pero discurre por otros derroteros cuando el ser humano lo violenta hacia un uso nefasto.
Los cristianos no podemos quejarnos del mundo y desconfiar... sólo eso. No podemos conformarnos con una “espiritualidad de retirada” o con reproducir nuestros símbolos sin traducirlos a la situación actual. Hay retos que nos exigen actuar, y lo mismo que Cristo, “marchar a Jerusalén”, el lugar donde “se jugaban las decisiones”.

El mundo también es material y, por tanto, necesita que el Espíritu de Jesús “se materialice” para poder entenderlo. Y con nuestras ausencias de ciertos ambientes, esos que nos resultan “demasiado mundanos”, con nuestras críticas a los que no tienen miedo y los frecuentan (aun a riesgo de “mancharse las manos”) hacemos a ese Espíritu un flaco favor. «Somos al mundo lo que el alma al cuerpo», decía la Carta a Diogneto. O lo que es lo mismo, «si la sal se vuelve sosa, ya no sirve sino para tirarla» (Mt 5, 13).

Asier Aparicio
Pastoral Social

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