miércoles, 28 de mayo de 2014

El Grito

“El grito” es un cuadro terrible. Una pintura memorable del expresionista noruego Edvard Munch (1863-1944). Un cuadro pequeño. Muy atractivo para ser contemplado, pero también para ser robado. El cuadro fue sustraído en 1994 de su museo y, según se dijo, recuperado por la policía dos años después. Los ladrones habían dejado una irónica tarjeta de visita: “Gracias por la falta de seguridad”.
¿Para que sirve un grito? Un grito no sólo sirve para avisar, sino también para protestar. Para decir: “¡Aquí estoy, y nadie me hace caso!”. ¿Era de esta índole el grito que profirió Jesús antes de morir? Tal vez.

¿Han oído ustedes gritar a los niños? Apenas saben balbucear palabras, pero ya gritan que es un primor. Es su manera de protestar. Los niños emplean el grito para decir que tienen hambre, sed o que les duele algo.

Parece que la muerte de Jesús, el Cristo, estuvo acompañada de un fuerte e inusual grito en la cruz. «Dando un fuerte grito, expiró» (Mt 27, 50). Pero la montaña del Gólgota nos devolvió el grito del Señor. Y ahora él, vivo y resucitado, sigue aquí entre nosotros. Con las huellas de los clavos en las manos y la herida de una lanzada en el costado.

Tan fuerte fue aquella voz que rasgó el velo del viejo templo. Allí mismo surgió una raza nueva de hombres a la que pertenecemos nosotros. Allí mismo se levantó un templo nuevo: una familia llamada “Iglesia”, que es la asamblea de los que escuchamos y seguimos la voz del crucificado.

Aquel grito dio paso a una Alianza nueva, inaugurada gracias al cuerpo roto, despedazado de un crucificado que fue también glorificado por el Padre. Es la Alianza que renovamos en la Eucaristía.

¿Pero por qué el grito de Jesús acoge y concentra, resume y potencia el grito de todas las víctimas, de los humillados y abandonados de este mundo? El grito de los “miserables”, que diría Víctor Hugo. 

¿Saben ustedes por qué?
Porque el grito de Jesús penetró con tal fuerza en el corazón de Dios, su Padre, que Él lo escuchó, lo libró de la muerte y lo levantó del sepulcro.


«Oró y suplicó con fuerte clamor, acompañado de lágrimas a quien podía liberarlo de la muerte, y ciertamente Dios lo escuchó...» (Hb 5, 7). Por su obediencia fue escuchado. Dios detuvo a su Hijo Jesús a las puertas del abismo. Frenazo divino que nos libró de una muerte segura. El grito de Cristo tuvo como respuesta su resurrección gloriosa. Dios lo levantó del abismo y ya no muere más. Desde entonces, sólo él tiene las llaves de la muerte que le entregó su Padre, como dice un canto litúrgico del Sábado Santo. Y ahora quien quiera resucitar, debe contar con él. Sólo él posee las llaves que abren la puerta de la muerte. Sólo él puede conducirnos a la verdadera vida: la que permanece siempre...

Dicen los avisados que el grito de Jesús fue una insurrección contra la muerte. Una protesta que surtió efecto. Aquel grito penetró en lo más profundo del corazón de Dios. Y la respuesta del Padre a la fidelidad del Hijo se llama Pascua. Sí, aquel grito fue escuchado.

Y, hoy, millones de gargantas gritan, abrazadas a la cruz, la esperanza en el Dios de la vida.

Eduardo de la Hera

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