sábado, 5 de abril de 2014

¿Un mundo de zombis?

La tragedia del hombre de nuestros días es su aislamiento, su soledad e individualismo más o menos calculado, buscado y soportado. Los individuos apenas nos rozamos. Nuestras relaciones son epidérmicas. Asómense a cualquier gran ciudad y lo verán.

Por la calle, que debería ser lugar de encuentro, se pasea cada día una sociedad de hombres y mujeres jóvenes (y no tan jóvenes) conectada, enchufada a los cables de la música electrónica (o como la llamen). Son la imagen perfecta del individualismo del que va por la vida con la mirada extraviada y el rumbo perdido.

Si quieres preguntarles algo, te mirarán con cara de extraterrestres. Son verdaderos “zombis zumbados”. No entienden de mirar a los ojos ni de estrechar manos. Ni, mucho menos, de comunicar sentimientos. Sólo entienden de sí mismos, que no es lo mismo que comprenderse uno a sí mismo.


Si pudiéramos resumir en una sola palabra el contenido concreto de la propuesta que nos hace Jesucristo en su evangelio (especialmente, ahora en la Pascua) utilizaríamos, abrillantándola, la palabra “comunión”. Común-unión o fraternidad. Todo ello, unido al sacrificio libremente asumido en la entrega por los otros y reflejado en el misterio de la cruz que no es opresión, sino liberación. Dios nos dice, en la Pascua de su Hijo, que la cruz es paso obligado para que la luz penetre en nuestra vida. Negar nuestros intereses egoístas (o sea, cargar con la cruz) es salvar o liberar nuestra vida de las insidias que nos presenta el mal (o el Malo).

No es casualidad que las mejores antropologías contemporáneas, cuando intentan presentarnos al “hombre auténtico”, lo hacen siempre desde la apertura a la comunión, a la relación fraterna, al diálogo comunitario. Sin regatear -claro está- el sacrificio.

Hombres y mujeres, si buscan la felicidad en lo verdadero, bello y bueno de este mundo, no andarán lejos del proyecto que Jesús llamaba Reino de Dios, y que atraviesa el inevitable meridiano de la fraternidad.

Una vida vivida y celebrada así, como comunión fraterna, tiene todo su sentido. El ser humano se realiza en la abertura al otro, siempre que el otro no nos robe nuestra propia identidad, nuestro propio rostro, sino que nos respete y ame como somos.

La criatura humana no encuentra su verdad más íntima y personal, y no afirma su plena singularidad más que en la relación de amor, en la comunión dentro de un grupo humano. Se llame éste familia, asociación o parroquia, entendida la parroquia no como conglomerado de bautizados, sino como comunidad fraterna, formada de grupos apostólicos y de pequeñas fraternidades eclesiales. Fraternidades, en todo caso, abiertas. Nunca, ghetos cerrados, sectarios o grupúsculos para iniciados.

Es un hecho contrastado por la psicología que en el “collage” o conglomerado de individuos aislados no se realiza la persona humana. La condición para que una persona sea persona (y pueda existir como tal), consiste en que no se vea atrapada, atrincherada, aprisionada por ella misma, sino que contemple la vida desde el “tú” del prójimo y desde el “nosotros” de la comunidad.

El ser humano tiene necesidad de comulgar con los demás. Martín Buber decía que “toda vida verdadera es encuentro”. Y decía más: decía que el yo no existe más que por el tú. Comulgar, pues, con el Cristo de la Pascua es comulgar con los otros, ya que en los otros vive él. La Iglesia es esto mismo: ámbito o recinto de comunión.

Díganme, si no nos encontramos en lo fraterno, ¿qué es la Iglesia?

Eduardo de la Hera

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