Vivimos en una sociedad fuertemente secularizada, en la que las preguntas religiosas apenas si se formulan fuera de los ámbitos religiosos o de los círculos eclesiales. Hay mucho pudor a manifestarse como hombre o mujer “religiosos”, como “creyentes”. Incluso, a veces ni siquiera las preguntas con densidad humana afloran; se quedan en el interior. Y es que, con frecuencia, navegamos por la superficie de lo real.
¿Interrogantes? Pienso que, todavía no hace muchos años, Jesús entre las gentes suscitaba muchos interrogantes. Me atrevo a decir que hoy también, aunque tal vez, menos. Pero ahí están los conversos de todas las épocas...
Ante los momentos cruciales de la vida en que, con frecuencia, aflora el sentimiento religioso, ¿quién no le ha preguntado: “¿Señor, ¿quién eres tú?” Y, sobre todo: “¿Qué significas para mí?”, “¿Tenemos algo que ver tú y yo?”
Si nos acercamos a las encuestas, es curiosa la unanimidad existente entre gentes de todas las clases sociales y profesiones. Creyentes y no creyentes dan un “sí” a Cristo, al reconocer mérito y valor al Hombre de Nazareth. Y casi todos se fijan esencialmente en lo mismo: en la ancha y generosa humanidad de Cristo.
Hay, también, una visión parcial de la persona de Jesús, desgraciadamente muy extendida. Algo así como si Jesús tuviera sólo apariencia de hombre; pero no fuera “verdaderamente hombre”. Sufría como si fuera hombre; pero en realidad no sufría, porque era un “Dios revestido externamente de hombre”, sin que lo fuera realmente. Es la famosa y antiquísima herejía del docetismo, condenada hace ya muchos siglos por la Iglesia. Un rechazo implícito de la encarnación con todas sus consecuencias.
Pero de una visión docetista de Jesús (un Dios revestido de hombre) se ha pasado, en no pocos círculos, a la visión contraria: Jesús es un hombre como los demás y sólo un hombre. Jesús nació, vivió y murió, y ¡más nada! Eso de que el Padre Dios lo rehabilitó, lo levantó de la muerte o lo resucitó, eso de que le constituyó Señor del mundo y de la Historia, a muchos les parece demasiado fuerte para ser creído. Y lo silencian. Lo dejan en la penumbra.
Es así como no pocos hacen de Jesús un “hombre genial”, entre los muchos genios que han existido. Pero sólo un hombre. “Nada menos que todo un hombre” -como el título de la novela de Unamuno. Dios se pudo manifestar en él; pero no más ni menos que lo hizo con otros hombres (por ejemplo, Moisés, Buda o Mahoma)...
Y sin embargo, un cristianismo que negara o aparcara la divinidad de Jesús, se convertiría en una antropología más entre las muchas que existen. Un cristianismo que ponga entre paréntesis la profesión de fe en su santa persona, será siempre un cristianismo gravemente mutilado, incompleto, descafeinado.
No sería ya la fe profesada por la familia de Jesucristo (la Iglesia) desde los orígenes.
Y, aunque desde la fe proclamemos a Cristo como “Dios y hombre verdadero”, sin embargo, nos cuesta con frecuencia unir lo humano con lo divino. Es el misterio de la persona de Jesús, el Cristo. Pero los cristianos no podemos separar sus “dos naturalezas”, salvo que hagamos otro Cristo distinto al de la fe cristiana.
Esto no quiere decir que no nos guste contemplarlo primera y principalmente como hombre. No hace falta negar su divinidad, para admirar, valorar y querer profundamente su “santa humanidad”: la ancha y honda humanidad del Señor.
¡Feliz Pascua 2014!
Eduardo de la Hera
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