«Habéis oído que se dijo: no matarás. Pues yo os digo que todo aquel que esté enojado con su hermano, será culpable ante la corte» (Mt 5, 21-22a).
Una vez más el Maestro nos interpela, nos golpea donde más duele. ¿Quién no ha despreciado alguna vez, quién no ha mirado para otro lado? ¿Quién puede arrogarse un trato tan exquisito con sus semejantes como para otorgarles siempre la mejor sonrisa?... De nuevo Jesús nos exige imposibles, un horizonte moral que desanima al más pintado.
Y continúa: «si amáis a los que os aman, ¿qué hacéis de especial? (...) Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto... Sed santos como Dios lo es» (Mt 5, 46. 48). “Bueno, ¡basta ya! ¿Es que no conoce la naturaleza humana, no sabe de qué pasta estamos hechos? El ser humano miente, es egoísta, hace trampas, se deja llevar por la codicia, se cansa, es violento... ¿Por qué Dios habría de exigir algo contrario a nuestra esencia? ¡Pasó el tiempo de los héroes!”
En verdad, la elevación moral del cristianismo no tiene igual. Las propuestas del llamado Mesías resultaron tan insoportables para los judíos de su época que el pueblo más avanzado en materia ética se sintió desbordado. A Cristo lo condenaron por incumplir la Ley, o sea, por juzgar su “libertad de espíritu” como un estorbo. Y es que, como afirmaba Sartre, «si algo odiamos de nuestros semejantes es su libertad», su indómita resolución por tomar las riendas.
Pero ese don “envenenado” de Dios, ese “sabernos solos” ante nuestra historia sin excusas ni reclamaciones, supone la única condición para el amor, el agua donde nada el pez. Si Dios se arriesgó a hacernos libres, si colocó aquel árbol en el Paraíso, es porque entiende nuestra naturaleza... y sabe que en ella existen también los sentimientos solidarios, la preocupación por los otros, el amor.
En un mundo donde la cantinela de “somos un lobo para los demás” se convierte casi en dogma, en que aceptamos la “lógica del fuerte” como irremediable, lo posible se viste de insensato, lo cruel de necesario. ¡Y ahí es donde encontramos personas que nos demuestran lo contrario, que están lejos de la indiferencia! Gentes de dentro y fuera de la Iglesia que toman las bridas y orientan su naturaleza a tierras desusadas: al país de lo gratuito, al del perdón impensable, al de la sonrisa inmotivada. ¡Agrada tanto encontrarse con gente así...! Son “un cielo”, ¡anticipan el Cielo!
“No matarás” suponía la negación de un acto, para Jesús mucho más. “No matarás” es la regla del buen trato, del respeto a la dignidad de cada persona con la que tropezamos, del “yo te reconozco porque existes”... independientemente de tu grado social, de tu categoría o de tu cartera. Es el grito de libertad rebelde que desborda la estrechez del “tanto tienes, tanto vales”. Y es el testimonio real para el mundo de un Espíritu, el de Jesús, que crece, muere y resucita en la práctica del amor.
Asier Aparicio Fernández, Pastoral Social
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