Un profesor de la Facultad de Teología de Comillas, en Madrid, don Pedro Rodríguez Panizo, ha escrito un hermoso libro, titulado La herida esencial (San Pablo-Comillas, Madrid, 2013) Se refiere a la “herida” de la que hablan los místicos, cuando Dios los atraviesa de parte a parte, dejándoles preparados para hablar de Él. Y con Él.
Es esta una “herida luminosa”. Esencial. Sin haber experimentado el gozo y el dolor de la transverberación teresiana, es muy difícil hablar competentemente de Dios. Se puede hablar de Dios, pero solo de oídas, de lo que otros nos dicen o cuentan.
Los místicos tienen una autoridad especial para hablar de Dios, ya que lo han experimentado en sus vidas como nadie. A veces, lo han vivido como búsqueda y hasta como “noche oscura”. Pero Dios es esencial para ellos. Y sufren, si se aleja. Y se alegran, si lo vuelven a encontrar. Supongo que, sin llegar tan alto como Santa Teresa (el quinto centenario ya está ahí), podríamos hacer una experiencia similar. Me decía un buen amigo: “A mi Dios no me quita el sueño”. Bueno, pues a los místicos Dios puede quitarles hasta el sueño. Dios, cuando visita a alguien, puede traspasarle de infinito. Y entonces se produce una revolución interior: el egoísmo deja paso a la generosidad, el resentimiento al perdón, la violencia a la reconciliación pacificadora. Dios lo trastoca todo, cuando se apodera del alma humana. Tal vez, es por lo que preferimos navegar por aguas tibias de mediocridad. O andar por las orillas que proporcionan siempre seguridades. Nos asusta remar “mar adentro”.
Dice don Pedro R. Panizo, con razón, que es una cuestión de amor. El enamorado se puede volver un poco loco. Desde luego, el chico o chica que se enamora, se torna desconocido para los suyos (“¿Qué le ha ocurrido a Juanito, que se ha vuelto alegre y concentrado, más trabajador y hasta un poco soñador?” -dice la abuela con picardía).
“Sólo el Amor de Dios puede herir de amor el alma humana y cauterizarla con su fuego”. Pueden verse, para comprobarlo, algunos santos: San Bernardo, San Juan de la Cruz, San Francisco de Sales, Santa Teresa...
Ahora que se dan tantas “iniciaciones” (iniciación a la música, al deporte, al baile), alguien nos tendría que ayudar en el camino de la “iniciación al Misterio”. Introducir a otros en el camino de la búsqueda de Dios. Sólo pueden hacerlo quienes han hecho esta experiencia en su camino. Dios es esencial, como el aire que respiramos. Y deberíamos saborear, paladear como una fruta madura, el don de Dios. Porque Dios es un regalo que quien lo tiene, nunca terminará de agradecerlo bastante.
¿Los humanos, hoy, seremos capaces de acoger un regalo así? Capaces, sí; otra cosa es que queramos. Decían los clásicos que el “hombre es capaz de acoger a Dios”... “Homo, capax Dei”.
¿Y qué ocurre si tenemos el corazón demasiado estrecho (o mezquino) para recibir este don de dones, este regalazo que es Dios?
San Agustín, que sabía mucho de esto (y de otras cosas) nos dejó dicho: “Ensanchen ustedes el corazón, y verán cómo les cabe el don de Dios”. Ahí nos duele. El tener que podar lo superfluo para que quepa lo esencial. Jesús lo llamaba “conversión”.
Dios nos ayude en esta hermosa tarea. Nada fácil, dados los déficit de nuestro tiempo que nos salpican a todos. Vivimos -¡qué pena!- en un campo de cebollas. Como aquellas de Egipto que añoraban los hebreos, camino de la Tierra prometida.
Experimentar a Dios. Esencial tarea. Tal vez la única por la que merece la pena vivir, luchar y hasta morir.
Eduardo de la Hera
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