Resulta inquietante la sensación de que en este país no se hace justicia, y más aún porque no se trata de una impresión aislada. Escuchamos las noticias, leemos la prensa... ¿por qué se “perdona a tanto chorizo”? Antes de nada, se hace necesaria una matización: la justicia funciona de modo empírico, un caso sin pruebas no existe, por muchas opiniones que pesen; además, los procesos llevan su tiempo, los juzgados caminan a su ritmo, y existe la presunción de inocencia, un derecho bueno y necesario que garantiza a todos la igualdad.
Dicho esto, entramos en el terreno de los reproches, muchos de ellos acertados. Como por ejemplo, ¿por qué los “jefes” de los jueces españoles son elegidos por la clase política? O, ¿quién garantiza la defensa de los débiles si antes de presentar sus querellas se les “castiga” con tasas judiciales? O, ¿se puede creer en unas leyes que son elaboradas por los mismos que (presuntamente) las quebrantan? En fin, la sensación del ciudadano de a pie, como queda expuesto, es de vivir en un “estado de injusticia”. Y esto es peligroso...
Un país donde, con más o menos razones, germina el descrédito hacia las leyes resulta un país ingobernable... al menos democráticamente. Un país donde el peso de la balanza falla siempre de un lado, donde la “señora de la venda” mira de reojo antes de dictar sentencia... es un país frustrado, sin confianza. La ausencia de premios y castigos, o peor, la concesión de estos de forma contradictoria (se premia a los “culpables” y se castiga a los justos) sólo puede producir una endémica falta de fe. Y cuando la ley resulta sistemáticamente ninguneada, ¿en quién podemos confiar? Sólo cabe conformarse con el vacío de un mundo arbitrario, con la ley del más fuerte...
A lo largo de los siglos XVIII y XIX la sociedad se secularizó: se eliminó a Dios como garantía moral, al menos en la esfera política. Este proceso de “mayoría de edad” fue positivo; la democracia como “imperio de la ley” fue acogida por todos/as (en España el proceso concluyó con la Constitución de 1978). A partir de ese instante la convivencia ciudadana se basó en una fe compartida (por creyentes y ateos): la sujeción a unas leyes. Y dicho compromiso se apoyó en una premisa: todos comparecemos por igual ante ellas. ¿Qué ocurre cuando esa fe se quiebra, qué nos protege?
Los creyentes no podemos imponer nuestra moral a los otros (estado confesional). Sin embargo, los españoles perdemos mucho eliminando del mapa la fuerza del Evangelio. Hoy más que nunca necesitamos exorcizar esa impunidad, encontrar una garantía de justicia. ¡Y nuestro Dios es justo! ¡Nadie que desprecie a sus semejantes quedará impune! (que se lo digan al rico Epulón). Ahora bien, ese Dios no será significativo en una sociedad descreída si sólo apelamos a una justicia ultraterrena, después de la muerte. ¡La gente precisa justicia aquí y ahora!, y sólo si nos ven actuar con equidad, con valentía, con verdad... podrán plantearse “la muerte de Dios”.
La ley “mató a Dios” y a los cristianos nos toca “resucitarlo”. ¿Cómo? No a la vista de nuestra comodidad, de nuestro desaliento, de nuestra complicidad con ciertas situaciones indignas... Jesús nos invita a que nuestro lenguaje sea simple: “sí” cuando es “sí” y “no” si es “no”, y que andemos nuestro camino en autocrítica, siempre en la búsqueda de la verdad; es ella la que nos otorga la auténtica libertad.
Asier Aparicio. Pastoral Social
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