Una de las cosas que más sorprende en Jesús, uno de sus rasgos más admirables, consiste en la capacidad que tiene para discernir situaciones, personas, tiempos... Gran parte de su actividad parece realizada desde una intención simbólica, y aunque el obrar del Maestro no responde a un plan de marketing (al estilo de lo peor en política), en verdad ciertas palabras o gestos (o silencios) no brotan de Él por puro azar, sino que se ubican en el lugar, en el día, con la gente idónea. Posee el don de la oportunidad.
Así, descubre su tarea mesiánica en el propio pueblo -Nazaret- y les reta a creer en Dios desde lo más cotidiano -«¿no es este el hijo de José...?»-; perdona a Zaqueo en su casa, dando a entender que no existe espacio maldito para quien encuentra la felicidad; o cura a los enfermos en sábado para otorgar un nuevo sentido a las fiestas... Y se podía seguir, como su muerte en Jerusalén, la ciudad santa, o su última cena de Pascua, celebración principal para la religión hebrea... Hechos que demuestran que Su presencia cambia las cosas, que el orden de prioridades se trastoca.
Dediquemos, por ejemplo, un instante a su frase: «Dad al César lo que es del César, a Dios lo de Dios». Mucho se ha dicho sobre ella. Si la ubicamos en su contexto, es pronunciada en un ambiente crispado, casi pre-revolucionario. Los judíos, que vivían bajo dominación romana, esperaban un Mesías; para muchos Jesús era ese Rey, y opinaban que había venido a Jerusalén, precisamente en Pascua, para encender la llama. Pues bien, a los que pensaban así (aunque sobrasen los motivos), el Maestro les echa un jarro de agua gélida, pues elude la confrontación en el momento preciso. «¿Debemos pagar tributo al César?» Y Jesús, muy hábilmente, ni niega ni afirma, sólo jerarquiza. Sitúa las cosas en su sitio. De modo que en un momento clave rehúye la polémica, se desmarca del mesianismo potente, y con un gesto “neutral” nos enseña nuestro papel en política: la relatividad.
Relativizar no significa mostrar indiferencia, desinterés por la vida social o institucional. No equivale a una carta blanca para cualquier cosa. Como creyentes tenemos opiniones, la opción por los pobres constituye nuestra llamada. Ahora bien, conviene diferenciar entre “hacer política” y “militar en política”. En la época de Jesús, como ahora, existían facciones ideológicas; y también como ahora había quien vivía su “ser político” (su preocupación social) como ruido, como confrontación, como simple combate. Jesús les recuerda, sin casarse con nadie, que la política no se agota en los partidismos (menos aún en la simplicidad irreconciliable de dos opciones), y que «dar a Dios lo que le pertenece» devuelve a tal ocupación su auténtico significado, es decir, el bien de Sus hijos, de todos los ciudadanos y ciudadanas.
En tiempos de crispación y nerviosismos, el cristiano no debe perder el norte. La lealtad política no puede constituir nuestro centro, y menos si se usa como arma arrojadiza, en base a una fidelidad mal entendida. Su valor va más allá de quien ostenta el gobierno, no se define por discursos elocuentes o incendiarios. Si somos creyentes (y ciudadanos) lo somos a tiempo completo, no sólo cada cuatro años. Y esto es así porque seguimos a Jesús, que es mucho más que un ideario. Él se define como el Amor actuante, como el arma que nunca hiere... y que combate en los campos del mal sin caer en sus trampas.
Termino con un triste ejemplo: imaginemos que en la parábola del Buen Samaritano, el sacerdote y el levita no pasan de largo, permanecen. Ahora bien, lo hacen para discutir quién de los dos debe ayudar a aquel desvalido. Aparece el samaritano, pretende auxiliarlo... se lo impiden: “aguarda a que resolvamos nuestras diferencias”, y marchan en busca de más partidarios. Mientras esto ocurre, la víctima fallece. ¿Exagerado? Tal vez no. Algo depende de nosotros.
Asier Aparicio Fernández
Pastoral Social
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