La elección del Papa Francisco para la sede de Roma hace que los creyentes nos sintamos otra vez contentos y esperanzados. Renovamos, pues, toda nuestra confianza en la Iglesia, esta madre o abuela sabia, con muchos años encima y alguna que otra artrosis en las rodillas, no en la cabeza, porque la cabeza de la Iglesia es Cristo...
Es como si, hoy, el pulso del Cuerpo del Señor, que es la propia Iglesia, latiera con nuevas fuerzas y con juventud renovada. Cada nuevo Papa, cada sacerdote, religioso o laico que llega por vez primera, es como pasar página para volver a escribir lo que ya está escrito y por lo que hemos apostado desde el principio. Pasamos página, pero nos encontramos con el mismo Cristo y con la fuerza de su evangelio que llevamos -según Pablo de Tarso- en vasijas de barro. Cristo no envejece, nosotros sí. Pero entre todos podemos hacer una Iglesia distinta, renovada, con propuestas ilusionantes...
Por eso digo que cada Papa que aparece en el balcón de la basílica romana, constituye una expectativa nueva. Todavía es pronto, pero ya apunta este Papa argentino, Bergoglio (por el que nadie apostaba), ya apunta palabras sencillas, formas nuevas, gestos nada retóricos. Me gusta lo que ha dicho de entrada. Nos ha invitado a «caminar juntos, a construir y confesar a Cristo». Buen programa: el de las tres “ces”. «Caminar», porque la Iglesia es itinerante. Sabemos que estamos llamados a hacer camino sin desmayos. «Construir» es levantar el edificio sin mirar abajo. Sobre todo, cuando las goteras y desconchados urgen reformas en el viejo y venerable edificio de la Iglesia. Y «confesar a Cristo», para que la Iglesia no se nos convierta en una ONG entre otras muchas. Confesar y celebrar a Cristo. No celebrarnos a nosotros mismos. Y celebrar, sin fastos ni orgullos humanos.
«Instaurar y fundar todo en Cristo» -decía el Apóstol de las Gentes. Hoy, esta invitación debemos entenderla no como una reconquista de poder. Más bien, como una tarea sencilla e inteligente de caminar juntos hacia la buena noticia del evangelio. Proponer la fe sin imponerla, pero también sin fáciles coartadas o “escaqueos”. La fe es como el sol que nos alumbra. La fe tiene brillo por sí misma. No necesita pedir prestada la luz a ninguna ideología cerrada al uso. Aunque necesite de muchas mediaciones.
La misión encomendada por Cristo a la Iglesia, no consiste en reforzar los muros defensivos de un edificio que nunca derribarán, según dice Jesús, los “poderes del abismo”. No consiste, tampoco, en acrecentar la plantilla de la evangelización con “los mejores”, si por “mejores” entendemos los más “listos”, mejor “preparados” y más “sagaces”. La Iglesia no es una empresa necesitada de ejecutivos agresivos para colocar un producto en el mercado. El nuestro, el evangelio -desengañémonos- nunca será un producto competitivo. El Crucificado no vino a competir, sino a servir. Ni siquiera la misión consiste en “pescar” hombres para la institución eclesial, tan necesitada, hoy, de vocaciones. Las vocaciones son sólo un servicio al evangelio.
La Iglesia necesita, sí, nuevos y renovados trabajadores; pero la Iglesia no los busca para sí misma. Ella no constituye la salvación. La Iglesia trabaja para Cristo. Él es el Señor, autor y garante de toda salvación. La misión de la Iglesia, por tanto, consiste en “cristianar” el mundo, llevarlo a Cristo. No consiste en “eclesializar”el mundo, sino en “cristificarlo”, que decía aquel inolvidable jesuita, el padre Teilhard de Chardin.
«Dominus conservet eum». Sí, que Dios nos lo conserve muchos años. ¡Bienvenido, padre Francisco, hijo de san Ignacio!
Eduardo de la Hera
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