martes, 29 de julio de 2014

El Poeta de los Grandes Himnos

Este cuento me lo ha sugerido el libro “Azul” de Rubén Darío. La idea de fondo es suya. Mío es acercárselo a ustedes, sin traicionar sustancialmente el original...

Había en una ciudad inmensa y brillante un rey muy poderoso que tenía trajes, esclavos y esclavas, caballos y galgos rápidos para sus cacerías. Aquel soberano era aficionado a las artes, y favorecía con largueza a pintores, escultores y cineastas...

El rey tenía un palacio soberbio donde había acumulado riquezas y objetos de arte. Llegaba a él, paseando entre filas de árboles y hermosos estanques con cisnes de cuello blanco que le saludaban al pasar.

Un día, le llevaron una rara especie de hombre ante su trono.

- ¿Qué es eso?- preguntó.

- Señor, es un poeta -le dijo el único encargado de responder a sus preguntas.

El rey tenía de todo, pero un poeta era algo nuevo y extraño para él.

- Dejadlo ahí -dijo. Entonces, el poeta osó levantar su vista del suelo: “Señor, no he comido hoy”. Y el rey le contestó: “Si hablas bien y halagas mi oído, comerás”.

El poeta comenzó a hablar: “Señor, hace tiempo que yo hago un canto al porvenir. He tendido mis alas al huracán; he nacido en el tiempo de la aurora; he roto el arpa que adula a los reyes; he acariciado a la gran naturaleza, y ya no canto a reyes ni príncipes. Sólo hablo para Dios y su Creación. Señor, ¿sabíais que el arte no está en los fríos envoltorios de mármol, ni en los cuadros relamidos de los palacios?”

El rey cambió de semblante y, airado, interrumpió:

- Bueno, si es así, darás vueltas a un manubrio y cerrarás la boca. Sólo harás sonar una caja de música que toca valses y mazurcas. A no ser que prefieras morir de hambre. Te propongo una pieza de música por un pedazo de pan. Pero por favor, no hables; no cantes a ese Dios tuyo. Aquí no hay más dios que yo.

Y desde aquel día pudo verse, a la orilla del estanque de los cisnes, al poeta hambriento que daba vueltas y más vueltas a un viejo manubrio. Llegó el invierno, y el pobre poeta sintió frío en el cuerpo y en el alma. Su cerebro estaba como petrificado, y los grandes himnos a la Creación de Dios habían huido al país del Olvido. Cuando cayeron las primeras nieves, el rey y sus cortesanos habían olvidado ya al poeta de los grandes himnos...

Una noche, descendió implacable la helada y el pobre poeta, acostado sobre la nieve, quedó petrificado. No sufrió. Sus ojos estaban abiertos, vueltos hacia el azul del cielo. Y los ángeles bajaron a recoger su alma para colocarla en el “inmortal seguro”: el reino de los poetas insobornables.

Al día siguiente, el rey y sus cortesanos encontraron al poeta, todo blanco, cubierto de muerte y escarcha. Esbozaba una sonrisa en sus labios. Y en su mano derecha, apretaba el manubrio que giraba y giraba solo, tocando aleluyas y otras canciones alegres.

Pero el rey dijo: “Quitadlo de mi presencia; ese cadáver apesta”.

Y lo enterraron en el cementerio de perros, gatos y otros animales de compañía.

Y ya nadie se acordó más del poeta hambriento: el poeta de los grandes himnos.

Eduardo de la Hera

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