Cuentan viejas crónicas que, después de mucho andar por los caminos del desierto, tres viajeros coincidieron en un oasis. Llevaban consigo caravanas lujosas, camellos oscuros y sirvientes avezados. Todos ellos sabían orientarse en medio de las frecuentes tormentas de arena. Jamás habían perdido el rumbo en los mil caminos, borrados después de los huracanes, cuando desaparecían los anchos horizontes y solo se veía venir una nube negra, sin agua, cargada de polvo y angustia.
Los últimos rayos del sol dibujaban entre las dunas las sombras largas de aquellos viajeros misteriosos. Rostro oscuro, altos como torres y en edades difíciles de calcular. Su frente era hermosa, elevada y señorial. Ceñían turbantes a la cabeza y sus vestidos eran amplios y ligeros para que el calor no se agarrara a sus carnes sudorosas y sufridas. Solo así podían avanzar, como todos los mortales, hacia la ciudad de sus sueños.
Cuando llegaron al oasis, era noche cerrada. Sabido es que existen fuertes contrastes de temperatura en los desiertos. Calor y frío se suceden, implacables. Así que montaron sus tiendas, abrevaron sus animales y se dispusieron a pasar la noche. Un fuego de llamas fuertes y decididas convocó a los tres viajeros a compartir sus viandas, no abundantes, pero sí suficientes para seguir el camino hacia la lejana y feliz ciudad de sus deseos. Sentados en torno a la hoguera y, mientras los sirvientes preparaban camas para el descanso, los tres personajes trabaron pausada y honda intimidad. El primero dijo: «Hermanos, mi espíritu sufre, aquejado de una terrible hecatombe. Después de muchas horas de estudio, mi corazón se ha secado, y, para desgracia mía, Dios se me ha ocultado».
La luna pareció oscurecerse tras un velo cárdeno. Las estrellas, claras y relucientes, se alejaron un poco más en el espacio. Las palmeras escondieron sus dátiles y dejaron caer unas gotas de rocío que, como lágrimas, se secaron rápidamente en el suelo. Sólo la luz de la hoguera seguía brillando en el agua clara que nadie sabía de dónde manaba.
Entonces, el segundo viajero abrió su boca y dijo: «Hermano, a mí me ha ocurrido lo contrario: después de hondas meditaciones y horas de estudio, he vuelto a creer en Dios».
Finalmente, el último de los pasajeros levantó los ojos del suelo para mirar, sorprendido, a sus compañeros: «Hermanos, yo no tengo tiempo de estudiar. Os tengo envidia, porque consultáis los libros que hablan de Dios. Yo, en mis idas y venidas, nunca he podido manejar libros. Pero he leído el libro sagrado, y en un lugar dice: “Mirad al cielo, Dios existe. Lo pregonan la noche y las estrellas. Lo dicen los pájaros y las flores”».
Entonces se escuchó la voz de la palmera, que, inclinándose hacia ellos, reverente y un poco enfadada, dijo: «¿Y yo no tengo nada que decir de Dios? Hablo con él todos los días, y regalo generosamente mi sombra a los que por aquí pasan. Entre mis ramas hay muchos animalitos indefensos».
Los tres hombres, sorprendidos, levantaron los ojos hacia la palmera que suspiró de gusto por haber sido escuchada y les regaló una lluvia de dátiles frescos y sabrosos. Y bajo la luna, ahora reluciente, todos dijeron a la vez: «¡Alabado sea Dios que también se manifiesta en los desiertos!». «Sí -dijo la palmera que era muy sabia-, Dios nace entre tormentas, soledades y desiertos!».
Entonces, todos de pie clavaron sus ojos en una estrella más grande y refulgente que parpadeaba allá lejos, en el horizonte, y sin esperar al día siguiente, continuaron viaje por el desierto de sus búsquedas y esperanzas.
¡Feliz Navidad para todos!
Eduardo de la Hera